MUY PRONTO A LA VENTA
LA CARGA INVISIBLE
¿Hasta dónde nos puede llevar la sobrecarga mental?
SINOPSIS
¿Quién no se sintió alguna vez al borde del colapso, de la tristeza o de la falta de paciencia?
Estas son las preguntas que inspiraron las historias de La carga invisible: una colección de diecinueve relatos que exploran el peso emocional y la sobrecarga psicológica que cada personaje arrastra sin saberlo. Estas cargas los llevará a situaciones extremas tales como el ridículo, la soledad, la locura o, en algunos casos, la muerte. Son historias que hablan sobre el dolor.
Con un estilo claro y directo, Miguel Ángel Rupérez nos invita a adentrarnos en situaciones de vida donde la crudeza, la tragedia y la ironía juegan un papel fundamental. Sus relatos van al punto, sin rodeos, dejando siempre un espacio para la reflexión. Es un libro ideal para quienes disfrutan de la lectura breve, pero profunda.
La carga invisible no te dejará indiferente. La verdadera emoción nunca está en las palabras de las historias, sino en lo que despiertan dentro de cada lector.
¿Qué características tienen los cuentos?
- Exploran el dolor emocional y la sobrecarga mental.
- Relatos breves e impactantes.
- Estímulan la introspección del lector.
- Variedad de géneros: cuentos realistas, psicológicos y fantásticos.
- Con toques existencialistas y filosóficos.
Testimonios
La opinión de nuestros lectores cero
Autor
Miguel Ángel Rupérez
Nací en Buenos Aires (Argentina) el 27 de abril de 1984, y vivo en Barcelona (España) desde 2017. Además de escribir, me dedico a la competición y a la enseñanza del ajedrez, área en la que he adquirido los títulos de «Candidate Master» y «FIDE Instructor».
¿Te gustaría leer el primer párrafo de algunos de los cuentos?
Toca encima de cada título
¡JAQUE, BONIFACIO!
Cada vez que don Bonifacio perdía una partida de ajedrez, sentía como si alguien le estrangulara el estómago. La rabia le subía por el esófago hasta el cuero cabelludo y se le transformaba la cara: ceño fruncido, labios y dientes apretados, pómulos colorados, un ojo más cerrado que el otro; la frente se le arrugaba con más arrugas de las que ya tenía. En esos momentos solía inflar los cachetes para contener las ganas de gritar y de insultar, pero no siempre se dominaba. Odiaba tanto perder que no abandonaba las partidas ni siquiera cuando le quedaba el rey solo contra todo el ejército enemigo.
EN EL RINCÓN DEL RANCHERO
Con el cuerpo arrojado sobre una hoja de papel, el joven poeta aprovecha el modesto resplandor de una vela a punto de extinguirse para volcar sus letras. Moja la pluma en la tinta, y escribe. Escribe sin parar. Siente la inspiración dentro del cuerpo, en sus entrañas, en el pecho, en todos lados, casi saliéndole por los poros. Las ideas fluyen como un río hacia el mar blanco de papel. Esas que siempre tuvo y nunca supo cómo expresar, ahora estallan en un ir y venir constante de la mano al tintero y del tintero a la hoja. Los seres vacíos le han hecho creer que la emoción no puede transmitirse en palabras; él siempre intuyó que esto no es cierto, y ahora lo está comprobando, ¡no es cierto! Escribe y escribe. La luz de la vela se consume por completo, pero sigue escribiendo casi a oscuras. No puede parar. Debe aprovechar que Erató lo ha visitado y ha elegido su mano para formar las oraciones bellas, los versos sutiles, la rima armoniosa. No debe pensar, no debe interrumpir. Tiene ante sí la poesía impecable.
LA REGLA NÚMERO TRES
Los ojos de mi bisabuelo parecen observarme todo el tiempo desde el retrato. Cada vez que voy a agarrar un pedazo de pan o un poco de queso rallado, levanto la vista y lo miro, y ahí está él mirándome también, con sus ojos pequeños, su nariz gorda y porosa, su fino bigote recortado al milímetro y su peinado con gomina aplastado hacia el costado. Si alguien de la familia me descubre en mi contemplación, suelta un orgulloso comentario: «Gran persona», «Se nos fue demasiado pronto», «Siempre nos cuida». Yo creo que, más bien, nos vigila. Sonrío y asiento con la cabeza, y sigo comiendo, enrollando en el tenedor las exquisitas pastas caseras que mi abuela prepara todos los domingos desde que tengo memoria.
A CIERTAS EDADES
Al escuchar los disparos, corre a gachas, a toda velocidad. Su habilidad no es la de antes, pero aún es bastante ágil: esquiva arbustos, rueda en el pasto, repta cuerpo a tierra y se refugia detrás de una roca. Más disparos. Alberto aprieta el casco verde contra su cabeza. La incertidumbre de la espera le produce náuseas; cierra los ojos con miedo, y reza. Aún se aferra a la vida, como si tuviera algún valor.