Análisis de «El leve Pedro», de Enrique Anderson Imbert

Enrique Anderson Imbert

Enrique Anderson Imbert fue un escritor argentino, crítico literario y docente. Ha escrito cuentos, novelas, ensayos; su estilo ronda lo fantástico, lo filosófico, lo lúdico, el humor, la fugacidad de la vida. Yo lo conocí tras haber leído su libro Teoría y técnica del cuento, donde realiza un análisis exhaustivo y profundo de este género.

«El leve Pedro» trata la historia de un hombre que, tras haber sobrepasado una misteriosa enfermedad que lo deja extremadamente delgado, comienza a experimentar una gradual pérdida de peso. Al principio, esta ligereza le otorga una agilidad inusual, pero pronto se transforma en algo aterrador.

El leve Pedro

Durante dos meses se asomó a la muerte.

El médico murmuraba que la enfermedad de Pedro era nueva, que no había modo de tratarla y que él no sabía qué hacer… Por suerte el enfermo, solito, se fue curando. No había perdido su buen humor, su oronda calma provinciana. Demasiado flaco y eso era todo. Pero al levantarse después de varias semanas de convalecencia se sintió sin peso.

–Oye –dijo a su mujer– me siento bien, pero no te puedes imaginar cuán ausente me parece el cuerpo. Estoy como si mis envolturas
fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda.

–Languideces –le respondió su mujer.

–Tal vez.

Pedro, luego de una enfermedad a la cual sobrevive, nota que ha perdido peso. Ya desde el principio el autor nos da algunas pistas sobre el significado de la falta de carne, de densidad corporal, con una poderosa metáfora: «Estoy como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda». Como si el cuerpo fuera el anclaje al mundo terrenal.

Hebe minimiza lo que siente Pedro, interpretando su malestar como debilidad o cansancio. Esta incomprensión podría representar la soledad existencial que siente Pedro: le está pasando algo extraordinario, y su mujer no se lo toma en serio.

Siguió recobrándose. Ya paseaba por el caserón, atendía el hambre de las gallinas y de los cerdos, dio una mano de pintura verde a la pajarera bulliciosa y aun se animó a hachar la leña y llevarla en carretilla hasta el galpón. Pero según pasaban los días las carnes de Pedro perdían densidad. Algo muy raro le iba minando, socavando, vaciando el cuerpo. Se sentía con una ingravidez portentosa. Era la ingravidez de la chispa y de la burbuja, del globo y de la pelota. Le costaba muy poco saltar limpiamente la verja, trepar las escaleras de cinco en cinco, coger de un brinco la manzana alta.

–Te has mejorado tanto –observaba su mujer– que pareces un chiquillo acróbata.

Una mañana Pedro se asustó. Hasta entonces su agilidad le había preocupado, pero todo ocurría como Dios manda. Era extraordinario
que, sin proponérselo, convirtiera la marcha de los humanos en una triunfal carrera en volandas sobre la quinta. Era extraordinario pero
no milagroso. Lo milagroso apareció esa mañana.

Pedro intenta continuar con su vida cotidiana, pero sigue con la sensación de volverse cada vez más y más ligero. No solo tiene que ver con la pérdida de peso, sino con la liviandad que está sintiendo por su propio cuerpo, al compararlo con la chispa, la burbuja, el globo y la pelota: objetos frágiles, efímeros y sutiles.

Al principio, la ingravidez le da una agilidad sobrehumana, lo que parece una mejoría física, pero esta habilidad oculta una anomalía inquietante.

Hebe sigue interpretando el cambio de Pedro de manera trivial: «pareces un chiquillo acróbata». Esto vuelve a subrayar su incomprensión y la manera en que reduce lo extraordinario a un simple juego o aptitud física.

Muy temprano fue al potrero. Caminaba con pasos contenidos porque ya sabía que en cuanto taconeara iría dando botes por el corral. Arremangó la camisa, acomodó un tronco, tomó el hacha y asestó el primer golpe. Entonces, rechazado por el impulso de su propio
hachazo, Pedro levantó vuelo.

Prendido todavía del hacha, quedó un instante en suspensión, levitando allá, a la altura de los techos; y luego bajó lentamente, bajó
como un tenue vilano de cardo.

Acudió su mujer cuando Pedro ya había descendido y, con una palidez de muerte, temblaba agarrado a un rollizo tronco.

–¡Hebe! ¡Casi me caigo al cielo!

–Tonterías. No puedes caerte al cielo. Nadie se cae al cielo. ¿Qué te ha pasado?

Pedro explicó la cosa a su mujer y ésta, sin asombro, le convino:

–Te sucede por hacerte el acróbata. Ya te lo he prevenido. El día menos pensado te desnucarás en una de tus piruetas.

–¡No, no! –insistió Pedro–. Ahora es diferente. Me resbalé. El cielo es un precipicio, Hebe.

La levedad deja de ser una simple agilidad asombrosa y se transforma en una fuerza peligrosa e incontrolable. El hachazo, un acto cotidiano y terrenal, provoca un efecto antinatural: Pedro se eleva del suelo. Esta pérdida de control simboliza cómo Pedro está dejando de pertenecer al mundo físico, ya no domina su propio cuerpo.

La imagen de Pedro suspendido mientras se aferra al hacha representa un último vínculo con la realidad material.

La metáfora del cielo como precipicio es brillante: produce un cambio en la perspectiva que tenemos del cielo, como algo vasto e inalcanzable, y lo transforma en algo hostil, una caída inversa que implica perderse en lo desconocido.

Hebe, una vez más, minimiza lo que sucede. Interpreta la elevación de Pedro como una simple imprudencia física: «Te sucede por hacerte el acróbata»; y reafirma una visión racional del mundo («Nadie se cae al cielo»).

Pedro, con su levedad, se va desvinculando poco a poco del mundo físico.

Pedro soltó el tronco que lo anclaba pero se asió fuertemente a su mujer. Así abrazados volvieron a la casa.

–¡Hombre! –le dijo Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al suyo como el de un animal extrañamente joven y salvaje, con
ansias de huir–. ¡Hombre, déjate de hacer fuerza, que me arrastras! Das unas zancadas como si quisieras echarte a volar.

–¿Has visto, has visto? Algo horrible me está amenazando, Hebe. Un esguince, y ya comienza la ascensión.

Esa tarde, Pedro, que estaba apoltronado en el patio leyendo las historietas del periódico, se rió convulsivamente. Y con la propulsión
de ese motor alegre fue elevándose como un ludión, como un buzo que se quitara las suelas. La risa se trocó en terror y Hebe acudió
otra vez a las voces de su marido. Alcanzó a agarrarle los pantalones y lo atrajo a la tierra. Ya no había duda. Hebe le llenó los bolsillos
con grandes tuercas, caños de plomo y piedras; y estos pesos por el momento dieron a su cuerpo la solidez necesaria para tranquear
por la galería y empinarse por la escalera de su cuarto. Lo difícil fue desvestirlo. Cuando Hebe le quitó los hierros y el plomo, Pedro, fluctuante
sobre las sábanas, se entrelazó con los barrotes de la cama y le advirtió:

–¡Cuidado, Hebe! Vamos a hacerlo despacio porque no quiero dormir en el techo.

–Mañana mismo llamaremos al médico.

–Si consigo estarme quieto no me ocurrirá nada. Solamente cuando me agito me hago aeronauta.

Con mil precauciones pudo acostarse y se sintió seguro.

–¿Tienes ganas de subir?

–No. Estoy bien.

Se dieron las buenas noches y Hebe apagó la luz.

Pedro, espantado por el abismo que le representa el cielo, se aferra a su mujer, su «cable a tierra».

El momento en que Pedro se eleva por la risa convulsiva asocia la levedad con las emociones involuntarias. La risa, símbolo de alegría, se convierte en un peligro real.

«Solamente cuando me agito me hago aeronauta»: esta frase sugiere que la actividad, la vitalidad misma, lo pone en riesgo. Pedro, paradójicamente, para no desaparecer, debe quedarse inmóvil, lo que simboliza una pérdida de libertad y autonomía.

Hebe llena sus bolsillos con tuercas, caños de plomo y piedras, materiales pesados y toscos que representan la materia, lo terrenal, lo concreto. Este gesto revela el esfuerzo por retener a Pedro en el mundo físico, pero también sugiere que la vida ordinaria y materialista es lo único que lo mantiene «atado» a la realidad.

El peso simboliza la materia y lo concreto, mientras que la levedad representa lo intangible: Pedro está atrapado entre estos dos polos.

Al otro día cuando Hebe despegó los ojos vio a Pedro durmiendo como un bendito, con la cara pegada al techo.
Parecía un globo escapado de las manos de un niño.
–¡Pedro, Pedro! –gritó aterrorizada.
Al fin Pedro despertó, dolorido por el estrujón de varias horas contra el cielo raso. ¡Qué espanto! Trató de saltar al revés, de caer para
arriba, de subir para abajo. Pero el techo lo succionaba como succionaba el suelo a Hebe.
–Tendrás que atarme de una pierna y amarrarme al ropero hasta que llames al doctor y vea qué pasa.
Hebe buscó una cuerda y una escalera, ató un pie a su marido y se puso a tirar con todo el ánimo. El cuerpo adosado al techo se
removió como un lento dirigible.
Aterrizaba.

Recién ahora Hebe cae en la cuenta de la gravedad del asunto. Se da cuenta de que Pedro ya no es un sujeto con voluntad propia, sino un objeto ligero y a la deriva.

La cuerda que usa Hebe para atar a Pedro simboliza un último intento de conexión con la realidad, con lo terrenal. Es el último lazo entre Pedro y el mundo tangible, que solo retrasa lo inevitable. Tal vez haga alusión a la creencia de que el alma y el cuerpo están unidos por un hilo, y que cuando este hilo se acaba de romper, sobreviene la muerte.

El hecho de que el techo actúe como un nuevo suelo indica que Pedro ya no pertenece al mundo ordinario.

«Saltar al revés, caer para arriba, subir para abajo», son frases que muestran la confusión que siente Pedro al estar en medio de dos mundos, de dos realidades.

En eso se coló por la puerta un correntón de aire que ladeó la leve corporeidad de Pedro y, como a una pluma, la sopló por la ventana
abierta. Ocurrió en un segundo. Hebe lanzó un grito y la cuerda se le escapó de las manos. Cuando corrió a la ventana ya su marido, desvanecido, subía por el aire inocente de la mañana, subía en suave contoneo como un globo de color fugitivo en un día de fiesta, perdido
para siempre, en viaje al infinito. Se hizo un punto y luego nada.

La comparación con la pluma refuerza la fragilidad extrema de Pedro. Ya no es un hombre, sino un objeto liviano y efímero, a merced de fuerzas que no puede resistir. El ritmo del relato se acelera. Al fin, todo ocurre de forma repentina e irreversible.

El intento de Hebe por sostener a Pedro con la cuerda representa su lucha desesperada por retenerlo en el mundo material. Sin embargo, el viento se lo arrebata, remarcando la impotencia humana frente a las fuerzas inexplicables.

«En un día de fiesta»: este detalle crea un contraste irónico. Mientras los globos en una fiesta provocan alegría, aquí simbolizan el dolor de perder a alguien que se aleja para no volver.

La frase «en viaje al infinito» sugiere que Pedro no sufre la desaparición al morir, sino que trasciende hacia un lugar inaccesible e incompresible para los que permanecen en la tierra.

Espero que te haya gustado el análisis del cuento «El leve Pedro». Puedes compartir el artículo o dejar un comentario, o leer el análisis de otros cuentos.

Comparte esta publicación

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio