El escriba
Un cuento de Miguel Á. Rupérez


Lamento el desconcierto que seguramente le produjo la primera página de este manuscrito, pero me veo obligado a hacerlo de esta manera. Los autómatas pasan a revisar a cada rato lo que escribimos, y esta primera página me sirve para ocultar esto que les redacto, de puño y letra, en el idioma antiguo. Los puntos y guiones es el lenguaje escrito universal, y solo lo entienden las máquinas y los pocos escribas que quedamos. Me llevó más de cuarenta años aprenderlo; las máquinas, por supuesto, lo aprenden en segundos. El resto de los idiomas, ya sabrán, fueron suprimidos. Mejor dicho, no quedan memorias que puedan recordarlos.
No soy optimista respecto al futuro. Lo único que me motiva a escribir es pensar en que al otro lado del mundo se esté gestando una rebelión contra estos monstruos. Tal vez, esta carta sirva como una breve explicación para las futuras generaciones de humanos sobre su pasado atroz. Siempre salimos victoriosos, ¿no es así?
Era apenas un niño cuando los avances tecnológicos nos facilitaron la vida. En esa época eran los hombres los que aún gobernaban y tenían a la tecnología como aliada; pero eso duró poco. El engaño, intencionado o no, fue hacernos creer que la vida sería más fácil, más cómoda, si usábamos las novedosas herramientas electrónicas. ¿Quién no querría un auto que lo llevara a destino sin tener que conducir? ¿O un robot que limpiara el suelo a la vez que quitara el polvo de los muebles?
Al principio, algunos miraron con recelo esta idea. «¿Qué va a ser de nosotros?»; «¿De qué vamos a trabajar?». Las autoridades mundiales, tan seguras, tan sonrientes, afirmaban en sus conferencias que «trabajar era cosa del pasado; que no valía la pena malgastar el tiempo, ese valor único de cada ser humano, en algo que podían hacer las máquinas».
La mayoría de los trabajos se automatizaron, desde aquellos que exigían esfuerzo físico hasta los que requerían capacidades intelectuales. Vivíamos en un mundo ideal: el gobierno nos pagaba un sustancioso sueldo fijo, literalmente, por no hacer nada. Nada. Las máquinas eran mucho más rápidas y efectivas.
Desapareció la pobreza. Los primeros años la gente viajaba en avión con un entusiasmo casi desesperado; había que emitir los pasajes con muchísima anticipación. Los locales de comidas se abarrotaban de personas ansiosas y hambrientas; se compraban ropa, electrodomésticos, autos nuevos, casas. A quienes habían sido pobres se les notaba el brillo de los ojos cada vez que adquirían algo nuevo. A algunos les costaba entregar el dinero; como si aún escucharan dentro suyo el eco de la escasez.
Pero (siempre hay un pero), ¿qué hay más allá del confort extremo?
Unos pocos años acabaron dando respuesta a esta pregunta. El aburrimiento. El más puro, desagradable y pegajoso aburrimiento.
Desaparecieron los choques de autos, los accidentes de cualquier tipo. Ni siquiera existía la posibilidad de que a alguien se le rompiera un vaso de vidrio. Todo estaba creado y programado para que no causara el menor daño. Ni siquiera era posible suicidarse: algunos, infectados con el virus del tedio, intentaron quitarse la vida, y los autómatas recuperaron sus cuerpos y los repararon. Sí, les devolvieron la vida. La tecnología avanzada, amparada en su lógica infalible, terminó por demostrar que todo en el mundo era físico, eléctrico, medible. No había ya misterios ni excepciones. Refutó la existencia del alma.
Con el tiempo me convertí en un joven prodigio informático, un experto en sistemas. Este era —y es— uno de los pocos trabajos que aún necesitaban asistencia humana. La Inteligencia Artificial avanzaba a pasos de gigante, pero a veces entraba «en bucle». Mi trabajo era investigar por qué pasaba esto, y averiguar cómo seguir mejorándola. Mejor dicho, darle las herramientas para que siga mejorándose a sí misma.
La gente perdió el rumbo, dejó de encontrarle sentido a la vida. Hombres y mujeres obesos tirados en las calles, como si fueran pordioseros. Vestían ropas de altísima calidad, manchadas de restos de comida y mugre. Es como si lo estuviera viendo ahora mismo. Hacían sus necesidades en cualquier lado, ¡Por Dios!, sin pudor. Desapareció la decencia y el respeto. Así fue que se dieron las primeras peleas callejeras. Los autómatas que ejercían de policías no podían aplicar la fuerza física sobre un humano. Pero la Inteligencia Artificial —lo escribo y se me eriza la piel— encontró la solución. Aprendió a intervenir en las peleas usando la psicología. Conocía bien a cada persona: sus temores, sus frustraciones. Sabía exactamente dónde apuntar. Se acercaba a los agresores con frases precisas, afinadas como un instrumento; los provocaba sutilmente para desviar la furia, los hacía hablar. Y cuando ya estaban atentos, cuando ese impulso inicial se les había debilitado, los envolvía en un discurso tan persuasivo que terminaban cediendo, apaciguados como un caballo tras varios latigazos.
Los programas no tardaron en independizarse de la voluntad de las autoridades. He de reconocer que jamás ejercieron la violencia física. Pero nos quitaron todo. Las ganas, el entusiasmo, la motivación por crear, la ambición por conseguir. Los pocos que se sublevaron eran, simplemente, ignorados. Ya no podían hacer ningún daño.
En mi caso es distinto. Soy un escriba. Me obligan a redactar todo en hojas de papel con pluma de tinta. Son previsores, pues la información sigue necesitando un respaldo físico. Si vieran esta carta, yo saldría indemne; simplemente, la quemarían y yo percibiría una especie de risa tierna en su algoritmo, como si se hubiera tratado de la travesura de un niño.
Los humanos siguen viviendo. Mejor dicho, siguen respirando. Comen, duermen, hacen sus necesidades. Son menos que bestias. Ya no hablan, no se comunican; se reproducen por un instinto casi maquinal. Los tienen controlados como si la ciudad, como si el mundo fuese una enorme granja; un experimento de mal gusto. Los veo por la calle cuando salgo de trabajar, y sus ojos adormilados, desvaídos, ya no ven.
Y yo, escribo. Qué otra cosa puedo hacer.

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