Episodio #3. Alicia | Podcast «Cuentos alrededor del fuego»

Alicia

Alicia

Un cuento de Miguel Á. Rupérez

Siempre he creído que la memoria es un territorio incierto, que el tiempo deforma y moldea a su antojo. Nos hace creer en recuerdos que probablemente no ocurrieron o, al menos, no ocurrieron tal como uno cree. Sin embargo, hay un recuerdo que se me ha quedado grabado de forma inequívoca y exacta desde el mismo momento en que sucedió. No pretendo que crean en estas palabras; las personas a las que he tenido el coraje de contárselas me han sonreído burlonamente. Mi madre también, en su momento, decidió que todo había pertenecido al mundo de la imaginación, y olvidó la historia sin más. Fui el primero en anhelar que todo aquello hubiera sido la simple alucinación de un niño de ocho años, fruto del pánico ante aquel hecho inesperado y, a todas luces, imposible.

Eran las vacaciones de verano. Hacía un calor espeso y húmedo, de esos que dejan la piel pegajosa, y las bocanadas de aire caliente no alcanzan a llenar los pulmones. Mi casa tenía un pasillo al aire libre, largo y angosto, y con mi hermanita solíamos jugar ahí a la pelota. Cada uno se paraba en una punta y defendía una especie de arco, bastante estrecho. Hacer un gol era una tarea difícil por la distancia que nos separaba. Fue en uno de mis tiros, que junté toda la fuerza posible en el empeine derecho y le di tal zapatazo a la pelota que, si mi hermana no se hubiera tapado la cara con los brazos, hubiera ido a parar al hospital. «Sos un pelotudo», me acuerdo que me dijo, mientras me mostraba el antebrazo enrojecido por el golpe. La pelota rebotó y entró directo por el ventanal abierto de la vecina. 

Al principio nos asustamos, salimos corriendo y nos escondimos. Alicia era una señora de unos cincuenta años, aunque nosotros la veíamos como una vieja. No nos quería. Vivía sola y siempre se quejaba de que hacíamos mucho ruido. Nosotros tampoco la queríamos, pero le decíamos “Buenos días” por una cuestión de respeto. Ella nunca devolvía el saludo, pero nos ofrecía a cambio una sonrisa de dientes amarillos que nunca supe bien cómo interpretar.

Esperamos un rato. Alicia no apareció. Salimos a la vereda y, tras vacilar un momento, le toqué el timbre, que zumbó en el interior de la casa como un insecto atrapado en una lámpara. Mi hermana se quedó escondida detrás del árbol, espiando, por si la cosa se ponía brava. No era la primera vez que colgábamos la pelota en su casa; la semana anterior, la señora se había enojado y nos había gritado como una loca. Había soltado amenazas del estilo: «¡La próxima vez te la pincho!». Pero no atendió el timbre. Con mi hermana nos miramos aliviados; llegamos a la conclusión de que la vieja no estaba. Era nuestra oportunidad. Tras un breve debate, decidimos que había sido yo el responsable de la colgada, y que me correspondía a mí entrar a buscarla.

Nuestras casas estaban pegadas, una al lado de la otra. Salté el pequeño paredón que las separaba, caminé por el escrupuloso y colorido jardín —procurando no pisar nada, no fuera a ser cosa de sumar nuevos problemas—, me subí a unos ladrillos y entré por el mismo ventanal que había entrado la pelota minutos atrás. 

En la casa, el silencio flotaba entre un olor a perfume viejo y humedad. Me tapé la nariz con el cuello de la remera, y traté de imaginar el recorrido que había hecho la pelota. Nunca había entrado a esa casa. El living parecía uno de esos que salen en las revistas de señoras, lleno de adornos que siempre parecen a punto de caerse, con una larga mesa de vidrio rectangular, sillas pesadas de hierro alrededor y un suelo de madera reluciente donde mis pasos resonaban en un eco apagado. Di unos pasos y vi que del otro lado de la puerta de la cocina se asomaba algo en el suelo. Estiré la cabeza: eran unos pies descalzos, inmóviles. Pensé en volver corriendo a mi casa; y les juro que todavía no entiendo cómo la curiosidad pudo ser más fuerte. Avancé con pasos lentos, y, poco a poco, la vi por completo: era la señora Alicia. Estaba tirada en el suelo como si se hubiera caído, quieta, con el pelo revuelto y los brazos abiertos. Algunas moscas zumbaban y revoloteaban encima de ella. Recuerdo que quise correr, pero las piernas apenas lograban sostenerme. Busqué con la mirada y vi que la pelota estaba en la otra punta de la cocina. No sé cómo, pero me armé de valor, quizás pensando en mi condición de hermano mayor, y fui a buscarla. Pasé por al lado del cuerpo de Alicia sin tocarla, agarré la pelota y corrí de nuevo para el living, sin prestar atención al ruido del suelo de madera, que crujía a cada paso.

Me acerqué al ventanal que daba a mi casa, tiré la pelota, y estaba ya por salir, cuando sucedió lo que mi memoria aún se resiste a aceptar. La casa se impregnó de un olor extraño pero conocido, como de flores marchitas. Giré la cabeza hacia la cocina, y la vi. La señora Alicia estaba de pie, suspendida en una forma que no era del todo sólida; parecía estar hecha de niebla o de vapor. Miraba hacia abajo con expresión incrédula, hacia su propio cuerpo desparramado en el suelo. Le pasaba la mano, y los dedos transparentes lo atravesaban sin moverlo. No recuerdo cuántos segundos pasaron hasta que dejó de mirar el cuerpo tendido. Lo que sí recuerdo como si fuera hoy, es que levantó la mirada del suelo y la dirigió hacia el ventanal. Hacia mí. Al sentir esos ojos vacíos sobre los míos, un escalofrío me recorrió por la espalda y me erizó la piel de la nuca y los brazos. Me temblaba todo el cuerpo. Alicia ladeó la cabeza lentamente, como si intentara comprender qué hacía yo dentro de su propiedad. Ese es el momento en que mi memoria debe de estar engañándome, porque recuerdo -como si lo estuviera viendo- que Alicia, sin dar ni siquiera un paso, se me apareció enfrente, a pocos centímetros de mi cara, como si se hubiera teletransportado. El olor a flores podridas se hizo más fuerte; su rostro desfigurado manifestaba la más absoluta desesperación. Movía nerviosamente los brazos y las piernas, intentaba tocarme. Abrió grande la boca, pero no emitió ningún sonido; el vacío de aquel grito sin voz fue más aterrador que cualquier palabra. Me asusté tanto que estiré los brazos para empujarla lejos de mí, pero mis manos no revolvieron más que el aire, y debo de haber gritado, porque salté por el ventanal y caí despatarrado en el jardín, boca arriba. Antes de desmayarme, oí la voz lejana de mi madre gritando mi nombre. 

Cuando me desperté, sentí algunos pinchazos de hierba en la espalda y en el cuello. Mi madre me estaba sosteniendo la cabeza, y la abracé con todas mis fuerzas. Detrás suyo estaba mi hermana, que me miraba con aire culposo, sujetando la pelota con las manos. Y, al lado de mi hermana, estaba Alicia, vaporosa, mirando para todos lados como tratando de entender, como tratando de encontrar a alguien que le explicara algo de lo que le estaba pasando.

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