Episodio #4. Lo que no quisiera es que la noche terminara | Podcast «Cuentos alrededor del fuego»

lo que no quisiera

Lo que no quisiera es que la noche terminara

Un cuento de Miguel Á. Rupérez

Don Nicolás golpea la guitarra y se levanta la polvareda. Los bailarines aplauden unos frente a otros; los hombres, las miran a los ojos, las galantean con cada zapateo, con cada taconazo; ellas no se quedan atrás, sostienen la mirada desafiante, seductora, y sacuden la pollera con una mano para hacerla volar. Los cuerpos transpirados se mueven al ritmo de la chacarera, se acercan, se alejan, chasquean los dedos. Sonríen. Los de afuera aplauden también, algunos cantan, y los que no saben, gritan. La señora Amelia saca a bailar al marido de alguna, y es ella quien lo corteja con su danza; el hombre se deja seducir, por amabilidad, como un juego, hasta que la canción termina. Los bailarines vuelven a sentarse a la mesa para comer las empanadas que acaba de servir doña Elvira, tomarse un vino y descansar un poco los pies antes de que empiece la siguiente canción.

Lo que no quisiera es que la noche terminara, piensa la María, con el brillo de la fogata en los ojos. Vuelca un poco de vino en la tierra seca y da un sorbo de la copa. Se le despierta el paladar por el concentrado dulzor de la uva madura, con un fondo sutil de madera que le raspa apenas la garganta. Mira a los changuitos que corretean alrededor del fuego y le tiran ramitas secas para mantenerlo encendido. Don Nicolás se envalentona tras unos tragos y empieza a rasguear la «Chacarera de las piedras», y la gente se pone de pie, animada por el vino y la música.

La María se acerca a la ronda y se le da por cantar. No pensaba hacerlo. Su voz es la del río manso, profundo como un abismo, con una fuerza serena que se desliza por el aire y acaricia el espíritu. Todos hacen silencio para escucharla mejor y dejarse llevar. Uno agarra el bombo legüero y acompaña a la guitarra. Y ella canta como nunca, canta desde adentro, mirando la casita, el quebracho, las gallinas. La gente querida. Se vacía a través de su voz. Vecinos, familiares y amigos se estremecen y la miran con admiración. Cuando termina de cantar la ovacionan, «Qué voz…», «Cuánto talento…»; hasta Don Ceferino, que siempre fue medio parco para los sentimientos, parpadea unas cuantas veces para que nadie se de cuenta de que se le humedecieron los ojos.

La fiesta sigue, y la María se sienta en el tablón. Mira al cielo y se pregunta cuántas canciones habrá escuchado esa misma luna; si sabrá que es la inspiración de poetas y cantores; si sufrirá por ser la testigo de tantas promesas y anhelos. 

No se va a despedir. 

¿Cómo se puede extrañar algo que todavía está ahí, frente a los ojos? Qué cruel y silenciosa es esa nostalgia anticipada, ese dolor suave de saber que algo se está yendo mientras aún lo está viviendo. Se consuela con la idea de que puede volver cuando quiera. Pero sabe que eso no va a suceder. 

Se lleva los olores, el pañuelo, la noche y las coplas; un matecito de calabaza tallado a mano, algunos suspiros, y un sueño de niña que ya va tomando forma. 

No quisiera que la noche terminara, pero está empezando a clarear. No sabe si en la ciudad la van a querer tanto como la quieren ahí. Quizás sea cierto eso de que la luna santiagueña se ve desde cualquier parte del mundo. Quizás sea cierto que algún día volverá a su pueblo, y escuchará otra vez a don Nicolás arrancándole una chacarera trunca a la guitarra, y que verá a la señora Amelia bailando con algún mozo recién casado, y que comerá las empanadas jugosas y crocantes de doña Elvira. Que cantará de nuevo sin estar subida a un escenario, sin micrófono, con la ropa de todos los días, rodeada nomás de la gente que la vio crecer. 

Quizás los vecinos del pueblo digan con el pecho lleno de orgullo que la cantora María Benavidez nació allí; que aprendió a cantar sin que nadie le enseñara; que es cierto que una vez amainó la furia de un toro bravío con su dulce voz. Que hizo bien en irse de El Quebrachal, un pueblo escondido de Santiago del Estero, sin recursos, sin futuro, en busca de algo mejor.

Muchas gracias a Los Colorados, tremenda banda de folklore argentino, por la canción de fondo La de Anta.

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