El «Tanque» Salerno
Un cuento de Miguel Á. Rupérez
En Argentina tenemos la noble costumbre de enardecer las historias de los futbolistas que empezaron jugando en el potrero y terminaron, con los años, llegando a lo más alto. Nos sentimos orgullosos del talento innato, de la pasión, de la entrega, de ese alguien que no tiene nada y acaba consiguiéndolo todo.
La historia de Bernardo Salerno, alias el «Tanque», surgió en las inferiores del Club La Victoria, cuando Bernardo tenía quince años. Muchos consideraban que ya estaba grande para empezar a jugar al fútbol, pero el pibe quiso probar. ¿Por qué no? Él también era un muchacho de potrero.
En el partido de prueba los jugadores no le quitaban el ojo de encima. Dentro de la cancha imponía una sensación de respeto o, mejor dicho, de cautela: era una especie de niño atrapado en un cuerpo de gigante, sostenido por dos piernas zancudas como de flamenco y un par de manos desproporcionadamente grandes. Corría revoleando los brazos como si no tuviera dominio de las extremidades. En las carreras golpeaba a los otros jugadores sin darse cuenta, jugadores del otro equipo y también del suyo.
En el primer tiempo, Bernardo apenas tocó la pelota. Jugaba de mediocampista y las pedía todas: «¡Pasala!»; «¡Acá!»; «¡Estoy solo!». Los pases que le llegaban se le escapaban casi todos, y las pocas pelotas que pudo dominar terminaron en un lateral o en posesión del equipo contrario. «Tiene dos pies izquierdos…», reflexionaba Raimundo Fuentes, el entrenador, «…y, por desgracia, no es zurdo». Pero al pibe le vio algo. Quizás su actitud, o su forma deshinibida de moverse por el campo. Tal vez, su inocente optimismo.
—El segundo tiempo jugás adelante. De nueve —decretó Raimundo.
Pocas veces se valora el mérito de un entrenador para sacar lo mejor de un futbolista. En este caso, el cambio de mediocampista a delantero fue un acierto: Bernardo metió siete goles. Sí, ¡siete! Es verdad que casi todos fueron de puntín y más de uno fue de rebote. Pero los números no mienten.
Cada vez que metía un gol apoyaba las rodillas y la mano izquierda en el césped, y estiraba vigorosamente el brazo derecho apretando su inmenso puño. De ahí surge lo del «Tanque». Emitía un grito apoteósico, como de ogro —acto que repitió a lo largo de toda su carrera—, lo que invitaba a que sus compañeros le saltaran encima para formar un gran montoncito eufórico de muchachos alegres.
Raimundo, que tenía ojo para estas cosas, lo convocó para el siguiente partido.
—Venite la semana que viene. Vas a jugar de delantero.
—¿Seguro, Raimundo? ¿No cree que mi técnica todavía…?
—Seguro —interrumpió el entrenador—. A un nueve se le piden goles, no gambetas.
Esta frase quedaría grabada para siempre en la memoria del «Tanque» Salerno.
El campeonato barrial ya había empezado y tocaba jugar contra Deportivo Burzaco, que venía primero. Bernardo entró de titular. Al principio, de nuevo, parecía que tenía los botines enjabonados; la única chance clara que tuvo la tiró a la tribuna. Era como si La Victoria, su equipo, jugara con uno menos. Empezaron perdiendo tres a cero y se fueron al descanso.
«No la ve ni cuadrada… ¿Habrá sido suerte lo de la otra vez?», reflexionaba Raimundo, que pestañeaba perplejo mirando el suelo. Por supuesto que no le transmitió sus pensamientos al jugador, sino que, como todo buen entrenador, le dio indicaciones. Bernardo tenía la mirada distraída, ausente, como si viviera tratando de recordar algo que olvidó. La prominencia de su mandíbula, que no le permitía cerrar la boca del todo, le confería un aspecto que recordaba vagamente el de un primate. En la comisura de los labios se le juntaba una saliva blancuzca y espumosa, que a Raimundo le provocaba un poco de rechazo. Bernardo asentía a todas las recomendaciones del entrenador. Se ajustó los botines, se golpeó el pecho dos veces y salió de nuevo a la cancha.
En el segundo tiempo —y así es como comienza realmente la historia del «Tanque» Salerno—, apareció. Con una bochornosa chilena (si es que así puede nombrarse esa cosa que hizo en el aire, y que todos exclamaron «¡ay!» cuando lo vieron caer de espaldas) abrió el marcador para su equipo. Después vino el segundo: con una pelota que disputaban cinco jugadores dentro del área, Bernardo tuvo la osadía de lanzarse de cabeza y empujarla con alguna parte de su cuerpo hasta el otro lado de la línea del arco. El tercero, le pegó de afuera del área antes de que lo vinieran a marcar, como sacándose la pelota de encima, y todos pensaban que se iba, pero la pelota le pegó en la espalda a un defensor y terminó entrando. Tres a tres. En el último minuto, la redonda le quedó justo en los pies, dentro del área chica, tras un certero pase del «Loco» Peluffo: mano a mano con el arquero. Se miraron como si el tiempo hubiera quedado suspendido, y Bernardo olió el miedo de su rival. Le metió un puntinazo con tal fuerza que, si el arquero no hubiese corrido la cara, todavía le estarían poniendo hielo. Golazo y ovación. Hasta Raimundo, fue a tirarse encima del «Tanque». Cuatro a tres: impresionante triunfo de La Victoria.
Y así fue también el siguiente partido. Y el siguiente. Bernardo en el primer tiempo no la tocaba, era la sombra de un fantasma. Pero en el segundo… Te ganaba el partido él solo. Se empezó a generar una mística alrededor de este curioso acontecimiento. Nadie sabía por qué pasaba esto, ni siquiera el propio jugador.
El día del último partido —que acabaría coronando campeón al Club La Victoria—, en la tribuna estaba Evaristo Pino Cueto, reconocido ojeador del club Ferrocarril Oeste. Su trabajo era descubrir jóvenes promesas, cazar talentos en equipos chicos. Al terminar el partido se reunió a solas con Raimundo Fuentes: se quería llevar al «Tanque» Salerno. Llegaron a un acuerdo tras largas horas de negociaciones.
Los padres de Bernardo no podían creerlo. Su hermano, menos: «De chicos siempre era el que la colgaba» diría, años más tarde, en una entrevista a ESPN. Este fue el primer ingreso económico que recibió la familia Salerno por el traspaso de Bernardo.
Su debut en Ferro no fue inmediato: el técnico prefería tenerlo en el banco como «amenaza latente». Bernardo se moría por jugar, pero tuvo que esperar ocho meses para poder hacerlo. Fue en el partido contra Tristán Suárez, un domingo de lluvia. Metió cuatro goles en el segundo tiempo y le anularon uno por posición adelantada.
Los puristas, los fanáticos del fútbol champagne, sentían cierta incomodidad por el estilo del «Tanque», tan poco estilizado, tan opuesto al jogo bonito del país vecino.
—Un gol es un gol —se defendía, cada vez que lo entrevistaban con preguntas punzantes y maliciosas al final de cada juego.
Desde ese memorable partido fue titular hasta que terminó el torneo. El Club Ferrocarril Oeste se consagró como el nuevo campeón. Los periodistas más reconocidos, sin alabar el estilo o la elegancia del nueve, afirmaban que había sido una pieza fundamental del triunfo verdolaga. Su efectividad a la hora de marcar era indiscutible, pero… había algo en el tintero, una cuestión delicada que no todo el mundo se animaba a decir abiertamente.
¿Y si solo era que tenía suerte?
En la intimidad de los bares se solían armar este tipo de debates. Para muchos, sobre todo para los más fanáticos de Salerno, esta pregunta carecía de fundamento: uno puede tener suerte una vez, o dos, ¡cinco!, si se quiere. Pero el «Tanque» tenía un promedio de tres goles por partido. Este argumento de la buena suerte —decían— quedaba refutado ya desde su planteamiento: ¿Quién era capaz de estar siempre en buena racha? En el caso de Bernardo Salerno no era posible hablar de que las cosas le salieran de casualidad, salvo que se tratase de una suerte «sistemática y duradera», y si en algo se caracteriza la suerte es por ser «espontánea y esporádica». Quizás fuera una persona tocada por la varita, un iluminado, o el elegido; pero no un afortunado.
Los expertos afirmaban que el «Tanque» tenía el don de la ubicuidad: sabía estar en el momento y lugar justos, y en la postura correcta, como si intuyera, a un nivel inconsciente y profundo, adónde iría a parar la pelota en los próximos segundos. Aún quedaba el misterio del primer tiempo, en el cual jamás había podido convertir un gol desde el inicio de su carrera, a pesar de sus inagotables intentos por conseguirlo. Pero ese era otro tema.
Bernardo Salerno siguió jugando en Ferro un año más; otro año de goles, de gloria. Y sumó otro campeonato para el club. El presidente mandó a hacerle un retrato y lo colgó en la entrada: era un ídolo, un referente; para algunos, incluso, una leyenda viva. Las ofertas llovían de diferentes clubes del país, y nadie jamás hubiera pensado que el mismísimo Boca Juniors estuviera interesado en comprarlo. La oferta fue imposible de rechazar, rompía todos los récords a nivel nacional: nueve millones y medio de dólares por el traspaso.
«Los goleadores de raza valen eso, y mucho más», afirmaban las autoridades xeneizes.
El primer partido oficial fue ni más ni menos que contra River Plate, de visitantes. «Hacé lo tuyo, Tanque», fueron las palabras de «Tito» Valencia, su nuevo entrenador.
Y vaya si lo hizo. Metió tres goles en los segundos cuarenta y cinco minutos: el primero fue por un centro que quiso tirar al área y se fue cerrando hacia el palo más alejado hasta cruzar la línea del arco; el segundo, saltó a cabecear y la empujó con las rodillas; el tercero, un potente zapatazo que hizo que el balón viboreara en el aire y le pasara entre las manos al arquero. La «Doce» hacía temblar el estadio, la gente saltaba en la tribuna y festejaba como nunca. Tres a cero.
Quince años estuvo el «Tanque» como capitán indiscutido de Boca Juniors. Conquistó: nueve campeonatos nacionales, dos Copas Libertadores, una Supercopa y una Copa Intercontinental. Fue la época más gloriosa para los de la casaca azul y amarilla. Durante todo ese tiempo el club rechazó ofertas multimillonarias de los mejores equipos del mundo. Todos querían al «Tanque». De cualquier modo, el jugador —dicho por él mismo— no tenía interés en irse a vivir al extranjero.
Lo llamaban de todos los canales de televisión para hacerle entrevistas, o para que diera su opinión sobre temas sobre los que no tenía la menor idea; incluso, lo contrataron para que hiciera una publicidad de crema de enjuague, a pesar de que ya no quedaban más que unas pocas hilachas de la que había sido una frondosa cabellera negra. Solía aparecer en la primera plana de los segmentos deportivos. No podía caminar ni siquiera dos cuadras sin que alguien lo persiguiera para pedirle un autógrafo, una foto o darle un abrazo efusivo.
«Tanque, Tanque, olé, olé, olé, olé…», se escuchaba siempre desde las tribunas al verlo entrar a la cancha. Lo curioso era que, muchas veces, eran las dos hinchadas las que aclamaban su nombre, algo nunca visto en el fútbol argentino ni, probablemente, en el mundo. También era ídolo entre sus rivales: más de uno se le acercaba antes de que terminara el partido, ansioso por asegurarse el intercambio de camisetas.
Ya con treinta y ocho años cumplidos —y más de mil cuatrocientos goles convertidos a lo largo de su carrera— Bernardo Salerno decidió que ya había sido suficiente. Estaba cansado. La noticia salió en todos los medios, y no hubo aficionado en el país que no se entristeciera al enterarse de que el «Tanque» se retiraba del fútbol.
Y lo hizo en el club que había confiado en él, en su talento particular; el club que llevaba en su corazón verde, el mismo que aún conservaba su foto colgada en la entrada: el glorioso Ferrocarril Oeste.
En el último partido de despedida, y ya sin necesidad de tener que demostrar nada, el «Tanque» hizo lo único que le faltó hacer en el fútbol: metió cuatro goles en el primer tiempo, y ninguno en el segundo.
El aplauso final se lo llevaría en la memoria hasta el último de sus días, un aplauso eterno, de gratitud, de merecido y exagerado reconocimiento; por ser, Bernardo «Tanque» Salerno, un ícono de nuestro país.

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