Catorce años
Un cuento de Miguel Á. Rupérez
Un matrimonio de ancianos está sentado en la mesa de un bar, con las tazas de café vacías.
—¿Qué? —pregunta él.
Ella, que está absorta, con la mirada fija en un punto, pestañea varias veces y le dedica una breve mirada.
—Nada —le responde, con su voz de pájaro.
—Ah, pensé que me habías…
La mujer no se gasta en responderle que no. Que se equivocó. Que no le había dicho nada, y vuelve a fijar la mirada en el vacío. Tiene un cigarrillo en la mano que arde despacio hasta volverse una larga ceniza curvada.
El marido la mira a los ojos, que son redondos y brillosos como dos canicas de vidrio, esperando el contacto visual para empezar una conversación, aunque, en realidad, no tiene nada para decirle. Ella sigue abstraída. Cada tanto mueve la mano de forma maquinal para depositar la ceniza en el cenicero, pero casi no fuma.
Pasa el mozo y el hombre le hace una seña con la mano, como si escribiera algo en el aire. El mozo no se percata de que le están pidiendo la cuenta y sigue su recorrido. El marido intenta otra vez captar su atención con otra seña que queda a mitad de camino. A esa hora hay mucho trabajo, reflexiona. A la tercera, el mozo, con la bandeja repleta de tazas sucias y vasos vacíos, lo ve y asiente con la cabeza.
El matrimonio sigue un rato más en silencio, en medio de un murmullo de palabras que los envuelven como un remolino. Él juguetea con la cucharilla del café y tararea bajito un tango, para matar el tiempo; espanta a una mosca que insiste en posarse encima de los restos de azúcar. Cuando el mozo trae la cuenta, el hombre se apresura a sacar la billetera.
—Dejá, dejá… Yo pago —dice, a pesar de que su esposa no ha mostrado intenciones de sacar dinero de su cartera.
Deja unas pocas monedas sobre la mesa y se pone de pie.
—Vamos, querida.
La mujer no se mueve de la silla, parece una escultura humeante.
—Beatriz, vamos.
Él espera unos segundos, y se empieza a sentir incómodo por estar parado al lado de la silla vacía, esperando a una mujer que no hace el menor intento de acompañarlo. Vuelve a sentarse y recoge las monedas de la propina. Se inclina hacia adelante con los codos apoyados sobre la mesa, y murmura.
—¿Se puede saber qué te pasa?
Beatriz sigue en la misma postura: las piernas cruzadas, la mano izquierda bajo el codo derecho, la espalda ligeramente encorvada, los labios apretados. No le responde. Juan Carlos toca la mano de su esposa y ella la retira como un acto reflejo, como si la mano del hombre fuera hierro caliente.
Él carraspea y se acomoda en la silla. Mira de reojo hacia los lados; nadie parece darse cuenta del rechazo.
—¿Querés que pidamos otro café?
De nuevo, no hay respuesta. Beatriz saca otro cigarrillo y lo enciende con la colilla del que se está por apagar. Da una profunda calada. Juan Carlos reprime las ganas de decirle, una vez más, que fumar tanto le va a hacer mal. Se endereza en la silla para no inhalar la espesa humareda e intenta recordar algo malo que haya dicho o hecho, alguna actitud suya que, quizás, la hubiera hecho enojar. Pero no le viene nada a la memoria. Esa mañana se levantaron como cada día, y desayunaron juntos. Es cierto que Beatriz se mostraba algo distante, pero lo atribuyó a su habitual mal humor matutino. Como siempre, él dedicó la mañana a leer las noticias en el diario mientras ella hacía algo en la cocina, y a contarle en voz alta las más importantes. Ahora que lo piensa, no sabe qué es lo que hace su mujer en la cocina, incluso en la casa entera. La ve ir y venir todo el día, pero no sabe exactamente para qué.
Su mujer no le habla desde la mañana. No le ha respondido a ningún comentario sobre las noticias, ni siquiera una formalidad como: «Qué mal está el mundo».
«Será que tuvo una mala noche», piensa Juan Carlos.
Beatriz fuma con caladas cortas y sigue con la mirada perdida en algún punto del bar. Él la observa y piensa, en realidad, que ya desde la noche anterior su mujer está… rara. Miraron una película divertida y no se rió ni siquiera una vez. Cuando él bostezó y dijo «Buenas noches», ella se tapó con la colcha y se puso de lado, dándole la espalda.
—Beatriz, ¿hice algo que te haya molestado?
La mujer separa un poco los labios y parece a punto de hablar, pero no dice nada. Juan Carlos aprovecha que el mozo les pasa por al lado y ordena:
—Dos cafés, si es tan amable.
El mozo está atareado, a esa hora hay mucho trabajo, pero no puede ignorar el pedido. Lo memoriza y sigue su recorrido.
Vuelve la vista a su esposa, como si con solo mirarla pudiera descubrir el enigma de su silencio. Escudriña en sus ojos pero no ve nada, como si estuvieran vacíos; busca en su rostro y en su cuello huesudo algún indicio, en sus hombros angulosos y hasta se fija en la colilla del cigarrillo, que está apenas manchada con labial rojo. No hay nada.
Repasa el día anterior, e intenta recordar la última charla que tuvieron. Por increíble que parezca, no logra traer a la memoria ningún diálogo, nada que ella le haya dicho. En realidad, se recuerda a él mismo contándole algunas cosas sin importancia: nimiedades del trabajo, trivialidades de la televisión o alguna charla intrascendente que tuvo con el vecino.
Juan Carlos, de pronto, se siente confundido, ¿hace cuánto que su mujer no le habla?
—¿Hace cuánto que no me hablás, Beatriz?
La mujer separa los labios y, esta vez, expresa con voz aguda y nítida.
—Catorce años.
El mozo trae los cafés, y Juan Carlos lo mira desconcertado, como si el joven tuviera la capacidad de explicarle lo que acaba de escuchar. El mozo, incómodo por esa tensión invisible y eléctrica, deja las tazas llenas y retira las anteriores.
—¿Es una broma?
—No —responde ella.
A decir verdad, los últimos años no fueron los mejores. Si bien Beatriz nunca dejó de cocinarle y de compartir alguna que otra intimidad en la cama, él atribuía la «cara larga» de su esposa al cansancio, al aburrimiento o, incluso, a la buena vida. Porque uno puede sufrir por tener necesidades o carecer de algunas comodidades, piensa él, pero jamás entendió a las personas que se quejan cuando les va bien en la vida.
—¿Cómo que catorce años?
—…
—¡Beatriz! —dice casi en un grito.
La gente de las otras mesas lo mira con reprobación. Beatriz deja el cigarrillo en el cenicero y, sin decir nada, se levanta, se pasa la palma de la mano por el vestido para quitarle las arrugas, y se pierde hacia el interior del bar.
Juan Carlos ahoga un resoplido entre las manos, y huele su propio aliento a café. Mueve la pierna con ansiedad, que se sacude de arriba abajo como si pedaleara una máquina de coser. Intenta recordar algún comentario que su esposa le haya hecho, no ya de los últimos días, sino de los últimos años. Y no le aparece nada. Cómo no se dio cuenta… El que hablaba siempre era él. Beatriz, a lo sumo, respondía con un «Mmm» nasal, sin siquiera abrir la boca.
¿Catorce años?
Ya puestos, intenta recordar qué fue lo último que su esposa le dijo hace catorce años, pero no puede. Al parecer, ella lo recuerda bien: catorce años sin dirigirle la palabra, ni diez, ni quince, ni veinte. Se lamenta de no poder rememorar ese último comentario.
Bebe sin ganas el café tibio de un sorbo, que le resulta asqueroso. Beatriz no aparece. El cigarrillo manchado con labial rojo se consume con agonía en el cenicero repleto de colillas muertas.
Cuando el mozo pasa por su lado, le pide la cuenta de los dos cafés.
—Ya están pagos, señor.
—¿Cómo…?
—Los ha pagado la señora antes de irse.
—¿La señora se fue?
Los hombros del mozo se encogen indiferentes, y sigue con su trabajo.
Juan Carlos se pone de pie de un salto y sale a la puerta del bar. A unos cincuenta metros ve la espalda de Beatriz, alejándose un poco más a cada paso. Camina tan rápido como puede hacerlo una mujer de setenta años, moviendo de arriba abajo los rulos que le parecen un nido de golondrinas. Juan Carlos tiene el impulso de gritarle «Perdón» o algo similar, de correr tras ella para convencerla de que volviera. Pero se queda de pie en la puerta del bar, y la ve marchar. Beatriz detiene sus pasos por un momento, como si dudara. Sin voltearse, reanuda su marcha, lenta, hasta que gira en la esquina. Entonces, para Juan Carlos, ahora sí, el mundo se queda en silencio.

¡Espero que te haya gustado! Haz clic aquí si quieres escuchar otros cuentos del podcast «Cuentos alrededor del fuego».