Pide un deseo
Un cuento de Miguel Á. Rupérez, incluido en el libro «La carga invisible».
Sentados alrededor de la mesa, y con las pastas humeando en los platos, Manuel y Alicia se acomodan la servilleta en el regazo. Alicia se sirve una copa de vino y le ofrece a Manuel, quien acepta con una inclinación de cabeza. A Jorge, que todavía le cuelgan las piernas en la silla, la panza le hace un ruido parecido al croar de un sapo. Con la mirada fija y acuosa, como en pausa, un hilo de baba le cuelga espeso de la boca entreabierta y cae sobre la mesa; allí forma un desagradable charquito que se va acumulando y que acaba por desbordarse, derramando un nuevo filamento viscoso que pendula y le moja los pantalones. Los padres no lo miran y siguen enrollando los tallarines sobre la cuchara sopera. A los quince minutos, se levantan, satisfechos, y se van; en la mesa quedan dos copas de vino vacías, dos platos sucios con manchas de salsa, y otro plato lleno que ya no humea. Jorge despierta lentamente de su letargo; levanta despacio la mano derecha, sujeta el tenedor e intenta enredarle algunos fideos. La mayoría se sueltan en el plato y otros tantos acaban en el suelo. A las dos horas, con la cara enchastrada de salsa de tomate, el plato está casi vacío y el sapo deja de hacer ese ruido que le arañaba las entrañas. Antes de ir a dormir, pasa por el baño para lavarse.
Jorge admira las manos de su padre. Los dedos gruesos, fuertes, que nunca lo tocaron. Y tal vez por eso mismo las idealiza. Se imagina cómo sería su textura, el calor que emiten; fantasea que esas manos podrían —si quisieran— derrumbar una pared, doblar los barrotes de la ventana, hacer una caricia. De más chico intentó acercarse a él, para verlas de cerca. Pero su padre se alejaba y le pedía que no lo tocara, manteniendo siempre cierta distancia, como si su hijo tuviera una enfermedad contagiosa. Jorge ya sabía sobre su condición, y sabía que no era una enfermedad contagiosa, aunque sí repugnante. Cuando se queda paralizado, no puede evitar la incontinencia. Más de una vez se encontró sentado sobre su propia mierda, apestosa, o con el pantalón empapado de orina aún caliente. De alguna manera, entendía a su padre.
De Alicia, no admira absolutamente nada. Es cierto que los primeros años de vida lo alimentó y lo limpió, pero nunca pudo dejar de verla como a una pobre mujer. Se pasa las horas sentada en el sillón verde, mirando la televisión a un volumen altísimo, fumando un cigarro tras otro. Jorge no recuerda en qué momento se empezó a formar en el techo la mancha amarillenta, justo encima de ese sillón; para él, ha estado ahí desde siempre. Y la mira a diario, y la ve crecer, y piensa que un día esa aureola de nicotina desplomará el techo envejecido y aplastará a Alicia como a una cucaracha. Así vive ella, con la luz de la pantalla reflejada en la cara, desde que se despierta hasta que el reloj de la pared marca las siete de la tarde. Manuel suele llegar a las ocho y media de trabajar, y Alicia debe tener todo listo para esa hora. Apaga la televisión y rocía cada rincón de la casa con un ambientador de aroma floral que, mezclado con el humo de los cigarros, produce un olor rancio y nauseabundo. Prepara la cena, limpia, y levanta la persiana del comedor para que entre aire y luz. Al subirla, la casa se libera por un rato de la monótona penumbra, gracias a los últimos rayos de sol que entran, cansados, por la ventana. En cuanto escucha el ruido de la persiana, Jorge deja lo que esté haciendo y corre hacia allí, para quedarse sentado bajo la ventana con ojos cerrados y sentir el agradable calorcito sobre su piel pálida y escamosa.
Manuel y Alicia piensan que Jorge es idiota, porque no habla. Además de esas parálisis, que lo hacen parecer tan estúpido… Catalepsia fue el diagnóstico del doctor cuando Jorge tenía tres años. Jorge, en verdad, no habla porque cree que no tiene nada importante para decir. Conversa mucho consigo mismo dentro de su cabeza, sobre todo cuando se queda duro como una estatua. No puede mover el cuerpo, pero el cerebro sigue funcionando. No tiene más remedio que pensar, piensa, piensa, piensa. Aunque también se considera un idiota. La gente normal no se queda trabada, no babea, no se caga encima. ¿De qué le sirve pensar tanto?
Para Alicia, no hay demasiada diferencia entre el ficus del zaguán y Jorge. O los muebles y Jorge; o las lámparas y Jorge; o los cuadros. Para Jorge, Alicia está loca, y busca pasar desapercibido con ella. Por eso nunca le dice nada. Prefiere quedarse en silencio cuando Alicia grita por el cigarro que se le consume entre los dedos, o cuando se ahoga y escupe por los ataques de tos, o cuando la ve llorar sin ningún motivo. La mira y se queda callado. Y siempre que ella le pide que haga algo, él va y lo hace; no por respeto, sino para evitar los maltratos.
Jorge esperó con bastante ansiedad el 29 de mayo. Cumplir diez años es pasar una etapa importante, ya no es un número solo, sino dos. Uno, cero. Sonaba bien. No como los infantiles nueve o los inocentes ocho. Ese día despertó con la ligera esperanza de que harían una fiesta. Lejos estaba de pretender guirnaldas, piñata, música o payasos. Ni siquiera esperaba un regalo: con un par de globos de colores y una torta con diez velas era suficiente. Lo único que rogaba, por Dios, era que no le agarrara el ataque justo en el momento de soplar y pedir un deseo.
Se levantó animado. Bajó las escaleras y se dio cuenta de que su padre ya había salido. Fue al comedor y vio a Alicia sentada en el sillón, con la luz parpadeante de la pantalla sobre la cara. El presentador del programa televisivo anunciaba que los invitados serían los hijos de un reconocido futbolista y que hablarían de algunas de las intimidades del jugador. El día transcurrió como cualquier otro.
Llegada la noche, cenaron en silencio. Jorge no dijo nada —nunca decía nada— y se fueron a dormir.
Manuel sueña que está en una reunión con los empresarios chinos, a punto de cerrar el contrato. Justo antes de estrechar sus manos, el chino le indica que mire hacia arriba, y Manuel lo hace. Dentro de la oficina se está formando una ligera humareda que se cuela por la rejilla de ventilación. El chino le habla en mandarín —supone Manuel— y agita los brazos; el humo empieza a expandirse por toda la oficina.
Manuel se despierta con el cuerpo empapado de sudor, tosiendo con violencia. Tarda unos segundos en entender. El fuego está consumiendo los muebles de la habitación, las cortinas y las sábanas de la cama. Zamarrea con fuerza a su esposa.
—¡Alicia! ¡Se incendia la casa, Alicia!
La mujer abre los ojos; el humo le produce un ataque de tos cargada de flema. El olor acre es insoportable. Ambos, iluminados por un ardiente color rojizo, se ponen de pie, pero el suelo hierve y saltan y gritan aterrados. El crepitar de la madera suena como maíz chisporroteando; los chispazos naranja-fosforescentes estallan por los aires. Se cubren la boca y la nariz con el pliegue del codo y caminan agachados hacia la salida. La puerta de la habitación está bloqueada: Manuel empieza a darle patadas, la embiste varias veces con los hombros, la patea de nuevo con más esperanza que fuerza, y la puerta cede unos centímetros. Primero sale Alicia, con ayuda de Manuel que la empuja por detrás; luego, con dificultad, sale él.
Los ojos se les iluminan de un fogoso amarillo intenso: el pasillo es el mismísimo infierno. El fuego brota por las paredes y por los agujeros de las lámparas del techo, y por el suelo, y por los cuadros; cada vez cuesta más respirar. Las chispas les trepan por los pijamas. Corren por el pasillo cubiertos de hollín y cenizas, con el pelo chamuscado, y pasan de largo la puerta cerrada de la habitación de Jorge. Se apresuran hacia las escaleras con la ropa encendida, que se les funde sobre la piel como cera derretida. Bajan corriendo, intentan sacudirse con las manos el fuego que se alimenta de sus cuerpos en combustión. Chillan como monos.
El incendio no ha alcanzado aún la planta baja de la casa. Jorge, sentado en el sillón verde, huele un ligero aroma a cordero asado. Dos bolas de fuego aparecen por las escaleras. Alicia, con la boca exageradamente abierta y envuelta en una única flama, cae al suelo de rodillas y allí se queda, quieta, radiante como una puesta de sol; Manuel corre un poco más y ve a Jorge sentado en el sillón. Se acerca hacia él trastabillando, tumbando sillas. Le estira la mano en llamas, la que podría doblar el acero: «¡Dame una manta!», dice entre gemidos. A Jorge le cuelga un hilo de baba de la boca entreabierta; está petrificado, encorvado, duro como un bloque de hielo, con las extremidades rígidas y la mirada fija en un punto. Nunca estuvo tan cerca de la mano. Por eso, no puede evitar mirarla. Gira la cabeza hacia su padre, hacia esa mano en carne viva, y la observa con voraz curiosidad. Parpadea. Manuel da un último alarido de espanto y abre los ojos incrédulos, antes de caer calcinado sobre la alfombra.
Luces intermitentes rojas, azules y naranjas; un camión de bomberos, dos patrulleros, una ambulancia; gente curiosa detrás de la cinta amarilla. No pasar. El cielo está encapotado de gris y de negro, como si el humo sucio del incendio lo abasteciera de un flujo constante de nubes. Desde afuera, Jorge observa el fuego, y se le figura que la casa es un gran pastel de cumpleaños, con diez, mil o cien mil velas encendidas. Sentado en la parte de atrás de la ambulancia, inspira por la nariz, redondea los labios, pide un deseo, y sopla.

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