La sonrisa de Ana
Un cuento de Miguel Á. Rupérez
Mi nombre es Víctor, aunque creo que, en realidad, es Tomás.
Vivo en Hurlingham, tengo nueve años y mis papás —Marta y Osvaldo— me adoran. Yo también los quiero. Cómo no los voy a querer, si hacen todo por mí. Juegan conmigo, me compran lo que les pido, me cuidan, y me dejan faltar a la escuela si les insisto.
Siempre están conmigo. Siempre. Cuando estoy con mis amigos se quedan lejos, para darme «mi espacio», dicen, pero a veces yo preferiría que no estén. Hasta cuando voy al baño, si tardo más de cinco minutos, golpean la puerta para saber si estoy bien. Se preocupan demasiado, como si tuvieran un miedo constante a que me pasara algo.
Cada mañana me despierto con la bandeja del desayuno en la cama. Algunas veces les pregunto por qué no desayunamos en el comedor o en la cocina como todo el mundo, y noto que les cambia la cara. Se ponen tristes, como si les quitara el derecho a darme cariño. Así que decidí que no se los preguntaría más. No quiero hacerlos sentir mal. Ellos quieren verme contento; por eso se esfuerzan tanto.
Tengo la ropa limpia, planchada, y cuando la ensucio mi mamá me llama la atención, pero al instante me abraza y me dice que no me preocupe, que se puede lavar, y me pide que vaya a cambiarme. A mí no me molesta estar con la ropa manchada con un poco de tierra, ¡si viera a mis amigos del cole! Algunos van con la misma remera toda la semana y con los pelos para cualquier lado. En cambio, a mí me peina todas las mañanas con un gel que me deja el pelo todo duro y aplastado hacia un costado.
Una tarde —creo que era jueves— mientras jugaba con los muñecos, sonó el timbre. Mi mamá se limpió las manos en el delantal y abrió la puerta; yo me quedé escondido atrás del mueble grande para ver quién era.
Del otro lado había una señora flaca, ojerosa, con unos rulos grandes que le caían hasta los hombros. No entendía bien lo que decían, pero mamá estaba nerviosa: me di cuenta porque se seguía limpiando las manos en el delantal, cuando ya las tenía secas hacía rato. La otra señora era un poco más alta que mamá, y parecía estar más tranquila. A medida que avanzaba la charla, se notaba que también se iba poniendo un poco nerviosa. Tenía una bolsa celeste en la mano; se la quería dar a mamá y mamá no se la quería agarrar. Discutieron un rato y, al final, mi mamá dijo algo como:
—Si no te vas, voy a llamar a la policía.
La otra señora negó varias veces con la cabeza. Parecía buena persona, de esas que pasaron por cosas difíciles y, aun así, eligen la tristeza en lugar del enojo. Mamá la miró con bronca, le cerró la puerta en la cara y volvió caminando hacia la cocina estrujando el delantal. «Loca de mierda…», repetía en voz baja.
Yo me acerqué a la ventana y vi que la señora se había quedado parada en la puerta, con la bolsa en la mano derecha. Se cubría los ojos con los dedos de la otra mano y apretaba muy fuerte los labios, que le temblaban como cuando tengo mucho frío y estoy desabrigado.
Me sorprendió que mamá le hubiera dicho algo tan malo como para hacerla llorar.
La señora de rulos dejó la bolsa en el suelo, se persignó, y ahí pude ver que tenía los ojos hinchados y brillosos. Se alejó despacio de la casa, y yo me quedé mirando ese pelo enrulado que parecía un montón de resortes negros y daba ganas de pasarles la mano por el medio.
Abrí la puerta sin hacer ruido y agarré la bolsa. No pesaba casi nada.
—Me voy a estudiar a mi habitación.
—Está bien, mi amor —gritó mi madre desde la cocina—. Te quiero, ¿lo sabías?
—Sí —le respondí con la mirada fija en la bolsa.
Cerré la puerta, me senté en la cama y la abrí.
Un olor conocido y raro a la vez —como de polvo o madera vieja— me hizo cosquillas en la nariz. La bolsa estaba llena de fotos viejas, y en todas aparecían diferentes personas con un bebé. En la parte de atrás de cada una se mencionaba quiénes estaban en la foto:
Abuelita Rosa y Tomás;
Tío Alberto, tía Irene y Tomás;
Papá Santiago y Tomás;
Mamá Ana y Tomás.
Había alrededor de veinte fotos, todas con nombres escritos detrás.
Pero lo que más me sorprendió fue que, dentro de la bolsa, había también un perrito de peluche con ojos de botones, flaco, algo sucio y con hilachas salidas de las costuras.
—¡Felipe! —grité, sin entender por qué me había salido decir ese nombre. Sentí unas ganas inmensas de abrazarlo.
Pero no lo hice. Mi mamá siempre dice que las cosas que están sucias pueden tener microbios y enfermedades.
Escuché que mi papá abría la puerta de entrada y me llamaba. Todos los días hacía lo mismo cuando volvía de trabajar: yo tenía que ir a darle un abrazo y hablar un rato con él, mientras mi mamá ponía la mesa para la cena. Guardé las cosas en la bolsa y la escondí en el baúl de los juguetes.
Nos sentamos a la mesa, agradecimos la comida y empezamos a cenar.
—Papá —pregunté con el tono más despreocupado posible—, ¿por qué no hay fotos mías de cuando yo era bebé?
Él sonrió y miró a mi mamá, que se adelantó a responder:
—Claro que hay, Víctor. ¿Cómo no va a haber? ¡Hay un montón!
—Nunca las vi. ¿Puedo…?
—Por supuesto, campeón.
Mi papá se levantó y fue hasta su habitación. Al rato volvió con una caja que se veía bastante pesada. Mi mamá le pasó un trapo húmedo alrededor y después la abrió: estaba repleta de álbumes. Tomó uno al azar.
—Esta soy yo, hijo, de cuando era joven y linda —sonrió con nostalgia—. Y acá adentro —dio tres golpecitos sobre la enorme barriga que le curvaba el vestido— estabas vos.
Vimos varias fotos de ella embarazada hasta que apareció una del hospital: los dos despeinados, con ojeras pero con mirada alegre. En brazos, un bebé con la boca abierta, como si estuviera bostezando o gritando. Supuse que era yo.
—Estábamos agotados —murmuró mientras la sacaba del álbum. Mi papá puso una mano encima de la suya y asintió.
—Mirá qué bonito que estabas, recién nacido. Esta es tu primera fotografía, Víctor.
—¿Me la puedo quedar?
—No, mi amor.
Me la quitó suavemente y la devolvió al álbum.
—En esta tenías dos años —dijo mi papá mientras señalaba la foto de otro álbum.
—¡Qué lindo te quedaba este trajecito! —agregó mi mamá—. Todavía lo tengo guardado.
Yo miraba ese traje azul, pero no lo recordaba. Lo único que me llamaba la atención era mi pelo: desde esa edad ya me hacían este incómodo peinado con gel, aplastado hacia el costado, que no se mueve ni aunque pase un tornado.
Esa noche tardé en dormir. Mi mamá terminó de leer el cuento y yo fingí que ya estaba dormido para que se fuera. Cuando escuché que cerraba la puerta, saqué la bolsa del escondite y volví a mirar las fotos. Las otras fotos. Toqué a Felipe y me lo apoyé en la mejilla. Sentí algo raro, lindo, algo que jamás había sentido con los juguetes del baúl, y lo puse debajo de la almohada. No me importaba si me provocaba alguna enfermedad.
Cerré los ojos para tratar de dormir, pero no podía dejar de pensar en las fotos. En estas, y en las otras. Además, tenía sed. Me levanté sin hacer ruido y fui hasta la cocina a tomar un vaso de agua. Para mi sorpresa, vi que la caja con las fotos seguía sobre la mesa.
Mi mamá y mi papá estaban en su habitación, viendo una película. El ruido de la televisión se escuchaba por toda la casa. Volví a mirar algunos álbumes de fotos, y me llamó la atención un pequeño estuche negro, al fondo de la caja, como escondido. Sabía que no debía agarrarlo sin preguntar antes, pero me dio igual. Lo abrí y me sorprendió mucho descubrir que, adentro, había pequeñas tarjetas con mi nombre.
«Víctor Alejandro Basualdo
1984-1987
Siempre estarás con nosotros»
Yo nací en 1984 y creí que se trataba de la invitación a mi cumpleaños número tres. Pero no lograba entender a qué se refería la frase: «Siempre estarás con nosotros».
Dejé todo en su lugar y volví a la cama. Cerré los ojos con fuerza para tratar de dormirme rápido. Tuve miedo, no sé por qué. Antes de dormirme, apreté a Felipe contra mi cuerpo y sentí como si el muñeco tuviera la capacidad de absorber todos mis miedos.
Mi mamá me despertó con el desayuno.
—¿Cómo durmió mi príncipe?
—Bien, mamá. Bueno, más o menos, pero… ¿Puedo faltar a la escuela?
—Ay, mi chiquito… Está bien. ¿Qué es eso?
Una de las patas de Felipe asomaba por debajo de la almohada.
—Es… un muñeco que me encontré en la calle —mentí.
—¡Está todo sucio, mi amor! Ya te lo dije varias veces… Dale, andá a bañarte que pongo a lavar las sábanas.
Me bajé de la cama y, antes de entrar al baño, le pregunté:
—Mamá, ¿tengo hermanos?
—No, Víctor —me respondió con una seriedad que me hizo pensar que había dicho algo malo—. Siempre has sido y serás nuestro único hijo.
Iba para todos lados con la foto de Mamá Ana y Tomás, aunque ya me la conocía de memoria. La sonrisa de Ana, grande y llena de dientes blancos; los ojos redondos y buenos; los rulos largos que le caían graciosos por delante de los hombros. El bebé dormido. Tomás, dormido; tan tranquilo, como si el mundo fuera un lugar seguro.
Fue ayer, en uno de los recreos, que me puse a jugar a la pelota en el patio y me pareció ver a Ana por la reja que da a la calle. Miraba hacia adentro de la escuela.
Me resultaba raro pensar que la Ana de la foto con Tomás fuera la misma que dejó la bolsa en la puerta de mi casa, y la misma que ahora observaba el patio de mi escuela, como si buscara a alguien. Me hubiera sido imposible reconocerla por la forma de los ojos, de la nariz o de la boca.
Me acerqué a la reja y ella, en cuanto me vio, se llevó una mano a la boca y ahogó un suspiro.
—¿Vos sos Ana?
Lo único que me dio como respuesta fue un par de lágrimas que le caían sin que se diera cuenta, porque ni siquiera pestañeaba.
—Perdoname… —susurraba.
Saqué la foto del bolsillo y la puse en frente, para compararlas. Me miraba y no decía otra cosa, como si no pudiera o no supiera qué más decir, y se agachó hasta que quedamos cara a cara.
Me quedé mirando esos rulos que colgaban y se sacudían por el viento. Me dieron unas ganas tremendas de meter la mano en esos rulos suaves y sentir, no sé qué, sentir la cosquilla que me harían en la muñeca; apretarlos; enredarlos entre mis dedos; quería estirarlos y ver cómo volvían a su estado natural; y jugar así, durante horas, jugar con esos rulos.
—¿Puedo? —le pregunté, mientras acercaba la mano con timidez hacia su cabeza.
La señora, con una sonrisa muy parecida a la de Ana en la foto, me dijo que sí, y apoyó la frente contra la reja.

¡Espero que te haya gustado! Haz clic aquí si quieres escuchar otros cuentos del podcast «Cuentos alrededor del fuego».