Episodio #8. Las preguntas que no hice | Podcast «Cuentos alrededor del fuego»

Las preguntas que no hice

Las preguntas que no hice

Un cuento de Miguel Á. Rupérez

Anoche soñé con mi padre. Estábamos en mi casa, él parado en el patio haciendo alguna cosa, de esas que hacemos cuando estamos vivos. Yo intuía que había algo raro en la situación, pero él estaba ahí, tan normal y tan cotidiano, que parecía un día más, como los que compartíamos cuando yo era chico.

Mi viejo y los autos para mí son una misma cosa. Él no sabía nada de fútbol, ni de libros, ni de matemáticas. Sabía de autos. Por eso debe ser que en el sueño le pregunté si en Argentina existía el combustible diesel. Yo vivo en España hace muchos años y estaba de visita por mi país. Me miró y me respondió que sí.

En los sueños me pasa siempre lo mismo con mi papá: yo sé que no es normal que él esté ahí parado, como si nada; siempre tengo la sensación de que por muchos años él no estuvo, y ahora, simplemente, está. Y yo finjo normalidad. No quiero preguntarle nada raro, como si alguna de mis preguntas pudiera romper ese hechizo que se formó por alguna casualidad y me lo hiciera desaparecer de nuevo.

Yo lo miraba y le quería preguntar algo sobre la conducción de un coche, algo interesante como por ejemplo si hay que poner luz de giro en una calle con varias bifurcaciones, no sé, algo extraño que le hiciera responderme desde su experiencia. Le daba vueltas y no me salía la pregunta.

Después nos fuimos a una estación de servicio. Él se baja, se pone a cargar nafta y yo me quedo dentro del coche en el asiento de atrás, con varias mochilas. Las ventanillas están abiertas.

—Tené cuidado con las cosas —dice, y yo veo que las billeteras y algunos objetos de valor están al alcance de cualquiera que pudiera pasar y dar un manotazo.

Acomodo todo, muevo las mochilas, guardo las billeteras. Cuando levanto la cabeza, me doy cuenta de que el coche se está moviendo, despacio, como si estuviera en una ligera pendiente sin el freno de mano. No sé cuántas cuadras llevo así. Me paso al asiento del conductor, agarro el volante y estaciono como puedo. Pongo las balizas y me bajo. Lo busco, pero él se quedó en la estación de servicio. Yo no sé dónde queda, hace mucho que no estoy por Argentina. Saco el celular, busco Papá en los contactos, y lo llamo. Su teléfono está apagado, como si todo volviera a la pavorosa normalidad en la que no contesta. Como si hubiera desperdiciado ese rato que estuve con él, haciéndole preguntas estúpidas sobre el diesel, o pensando en algo interesante para hablar, en lugar de darle ese abrazo que hace diecisiete años quiero darle. Como si no hubiera sido mejor preguntarle dónde estuvo este todo tiempo, o cómo hizo para visitarme en un sueño.

Ahora que estoy despierto, no entiendo cómo no le pregunté sobre el 12 de febrero de 2008. ¿Se habrá arrepentido? ¿Lo volvería a hacer? ¿Cómo no le dije que fue un boludo?

¿A mí qué carajo me importa el diesel o el gasoil?

Pero sé que estos sueños vuelven cada tanto. Él vuelve, y yo me sorprendo, pero no lo demuestro. Estamos juntos haciendo cualquier cosa normal, y lo veo tan vivo, tan cotidianamente vivo, que le volveré a preguntar las mismas estupideces que preguntamos cuando la vida transcurre sin sobresaltos; algo sobre la economía del país, o sobre el clima, o, tal vez, sobre la carrocería de un auto.

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