Episodio #6. Los seres sensibles | Podcast «Cuentos alrededor del fuego»

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Los seres sensibles

Un cuento de Miguel Á. Rupérez

Pienso en aquellos primeros humanos que poblaron la tierra, y me los imagino robustos, con abundante pelo en el cuerpo como protección contra el frío; sus rasgos similares a los humanos de hoy, dedos gruesos, uñas largas y filosas; mandíbulas como tenazas. Los veo moldeados por la naturaleza para cazar, recolectar frutas y raíces; cuerpos hechos para la supervivencia. Desnudos e instintivos, con sus épocas de celo para aparearse y transmitir los genes que llegaron hasta nuestros días.

Y no puedo dejar de pensar en estos hombres primarios, pero no solo en el bruto que se imponía por la fuerza y gruñía al hablar, sino en aquellos que miraban el cielo y se preguntaban qué podía ser esa enorme y calurosa bola amarilla que nunca coincidía con la otra, la blanca; que admiraban los puntos parpadeantes en el firmamento oscuro, presintiendo, quizás, la grandeza de la que él, su especie y todas las especies formaban parte.

Pienso en el curioso que quería entender por qué la chispa provocaba el fuego, la dolorosa lucidez de intuir que la respuesta aún no pertenecía a su tiempo. Quizás imaginando, con el brillo de la fogata refulgiendo en sus ojos, un futuro en el cual sus preguntas abrieran caminos nuevos.

Me imagino al ávido de lectura; el vacío que tuvo que sentir en el alma al no haberse inventado aún la palabra, ni la escritura, ni la lectura. La angustia del pobre hombre, rodeado de seres impulsivos y sin inquietudes, que solo vivían para saciar los apetitos del cuerpo.

Siento un profundo respeto por el sabio que contemplaba las montañas o el río durante horas, y que recibía por eso las burlas del hombre tosco. Lo que habrá sufrido al descubrir que la quietud le generaba algo agradable en el cuerpo, muy adentro, y no poder compartirlo con el mundo porque, de hacerlo, el rudo le partiría la cabeza de un garrotazo.

Sonrío al imaginar al hombre que reconoció por primera vez en los animales una sensibilidad semejante a la suya, y no los vio solo como pedazos de carne para roer a tarascones. El gozo que le habrá recorrido en el cuerpo cuando acarició la cabeza de la bestia y le rascó detrás de las orejas, y esa otra especie tampoco experimentó la necesidad de atacarlo, y permaneció, en calma, junto a él.

El que no se sentía cómodo entre el ruido de los vulgares; el que olía las flores. El escultor que le daba forma a una piedra; el pintor que soñaba con la mezcla de los pigmentos para inventar nuevos colores. El poeta que no sabía que era poeta.

Creo que si a alguien debemos la evolución de nuestra especie es a estos seres sensibles, más silenciosos y más atentos, que han sabido transmitir, casi en secreto, la curiosidad en los genes. Sin vanidades, sin alardes, sin estridencias. A ellos debemos la profundidad de pensamiento, la necesidad de comprender; fueron ellos quienes, sin levantar la voz, han sabido despertar lo más valioso y auténtico que tenemos como seres humanos.

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