La maldición de las muertes absurdas
Un cuento de Miguel Á. Rupérez
La mayoría de las personas viven en la tranquilidad —o la feliz ignorancia— de no saber cuándo le llegará la muerte. Es una bendición, si se piensa bien; nadie podría soportar el peso de una fecha exacta, de una cuenta regresiva irreversible inscrita en la sangre. O en los genes.
Yo no tuve esa suerte. Desde muy joven supe que mi vida se acabaría a los cuarenta y cinco años; y que, además, sería una muerte ridícula. Ni heroica, ni trágica, ni siquiera poética: una muerte estúpida. ¿Qué cómo lo sabía? Porque en la familia de mi padre eso es tradición.
Me lo dijo una tarde, a poco de cumplir dieciocho años. Mi padre me llevó a la cocina de mi casa, sacó una botella de cerveza de la heladera y la sirvió en dos copas. Él tenía cuarenta y cuatro. Sirvió también un platito con maníes. No sé si esto es importante para la historia, pero en el recuerdo se me representa ese plato lleno de maníes salados una y otra vez, ver a mi padre comerlos de uno en uno, masticarlos con ese sonido crocante y que usaba, evidentemente, como excusa para dilatar el momento de contarme lo que, a esa altura, ya era inevitable que yo supiera.
—Abelardo, tenés que saber una cosa —dijo, al fin, cuando el plato estuvo vacío—. Dentro de un año, me voy a morir.
Por algún motivo que desconozco, la noticia no me sorprendió en el momento. Con esto no quiero decir que no me pusiera triste al enterarme, pero no tuve ese impulso, ese grito espontáneo que surge por la impresión de recibir una noticia tan trágica.
Mi padre no había conocido a su abuelo, y su abuelo tampoco a su propio abuelo. Esta era una historia que se repetía una y otra vez en las reuniones familiares, aunque nadie me había explicado jamás los motivos. Yo escuchaba sobre la «ausencia de ancianos» en mi familia paterna, pero no sabía el porqué. Era apenas un dato pintoresco, que a mis ojos de niño no me generaba mayores inquietudes.
—¿Estás enfermo? —pregunté.
—No, no es eso. Estoy mejor que nunca. Pero… —Pasó el dedo por el plato vacío, y los granitos de sal se le pegaron a la yema, antes de llevárselo a la boca—. Abelardo, en mi familia, todos los hombres tenemos que casarnos a los veinte, veinticinco años a lo sumo, y tener hijos lo antes posible porque… —respiró hondo y me miró a los ojos—, porque nos morimos todos a los cuarenta y cinco años. Ni antes, ni después.
Hizo una pausa para que asimilara la información.
—¿Cómo podés estar tan seguro?
—Porque es así —afirmó con la seguridad de quien repite una verdad—. Ya habrás escuchado la historia, en algunas reuniones familiares o alguna Navidad: todos los hombres de mi familia nos morimos a los cuarenta y cinco años; por eso es que no hay viejos en la familia. Y nunca son por causas naturales. Son muertes, cómo decirlo… —pensó unos segundos, buscando la palabra adecuada—, extrañas.
Se acomodó en la silla, dio un sorbo a la cerveza.
—Pero, ¿cómo es que mueren? —le pregunté.
—Por ejemplo, tu abuelo Pancho, mi papá, estaba recostado bajo el ventilador una tarde de verano y, de un momento a otro, este se soltó y… —pensó un momento, pero supo que ya era tarde para detenerse— lo aplastó.
»Su padre también murió de una forma particular. Se estaba bañando, pisó un jabón y, al caer, se enredó con la cortina y murió asfixiado.
—Papá, no vas a creer que porque ellos hayan muerto así, vos también lo harás.
Me miró y sonrió, con la condescendencia de quien contempla la ingenuidad.
—Hablás igual que yo cuando mi padre me lo contó. Yo tampoco le creía, hasta que me mostró este libro.
Se puso de pie y sacó del cajón un antiguo libro con tapa dura de cuero marrón, decorada con ribetes dorados en los bordes. Era grande como una carpeta de bibliorato.
Lo giró hacia mí; en la tapa pude leer:
«La maldición de las muertes absurdas. Familia Gorostiaga».
Las páginas eran amarillas, ásperas; parecía que podían deshacerse en polvo si uno las giraba sin cuidado. Lo abrió y el aire se impregnó de un fuerte olor acre, como de madera vieja. En la primera página aparecía el retrato de un hombre; debajo, un breve texto escrito con tinta de pluma.
—Este es Romualdo Gorostiaga: es el primero del cual tenemos registro. Murió en 1629 de un corchazo de sidra en medio de la frente. Tenía cuarenta y cinco años.
Dio vuelta la página, y apareció otro retrato antiguo.
—Ediberto Gorostiaga —leyó mi padre—. Año de muerte: 1654. Causa: el fuego del candelabro trepó por su corbata y lo quemó vivo. Cuarenta y cinco años.
Mi padre pasaba las páginas con lentitud y en todas aparecían diferentes retratos (en algunos casos no había imagen del rostro, pero sí nombre y apellido), cada una con fecha de defunción y motivo del deceso. Pasó un buen pilón de hojas hacia el costado izquierdo hasta llegar casi a las últimas.
—Estas ya son de la última etapa —dijo mi padre—. Te presento a mi tatarabuelo.
La imagen —una foto en blanco y negro— era la de un hombre sonriente. Mi padre leyó en voz alta:
—Augusto J. Gorostiaga. Año de muerte: 1929. Causa: quiso robar una moneda del pozo de los deseos colgado de una cuerda, pero la cuerda se cortó.
Nos quedamos un rato en silencio. Mi padre cerró el libro y me lo acercó aún más.
—A partir de ahora, sos el responsable. Ya sabés lo que me pasará dentro de poco. Y tendrás que prepararte para cuando te llegue el momento a vos.
A los pocos meses, y con cuarenta y cinco años recién cumplidos, mi padre decidió que era momento de dejar las cosas en orden; pagó las deudas, se despidió de familiares y amigos y, como también era tradición, sacó un seguro de vida.
Fue una mañana en la que escuché un fuerte chispazo, seguido de un golpe seco. Me desperté sobresaltado; fui hasta la cocina y vi a mi padre tendido en el suelo alrededor de varias herramientas, con la cara completamente negra, frente al microondas.
—Yo había bajado… la térmica —murmuró, antes de cerrar los ojos para siempre.
Mi madre apareció detrás de mí, agitada.
—¿Qué pasó?
—Mi padre… ha muerto —dije.
Se llevó una mano a la boca y, con un gesto teatral, se tomó la cabeza.
—La maldición se repite —dijo y se persignó, a pesar de que no era muy creyente—. Buscaré una foto para que agregues al libro.
Esas últimas palabras de mi padre me perseguían como si fuera su propio fantasma quien me las susurrara al oído. «Yo había bajado la térmica». «Yo había bajado…».
Al principio, no podía dejar de pensar en esa frase, pero, como suele pasar, el tiempo ordenó las cosas para que uno pudiera seguir adelante. Mi madre cobró el seguro de vida, y la frase fue quedando en el olvido.
Con el paso de los años conocí a la que sería mi esposa, nos casamos y tuvimos dos hijos. Varones. En las reuniones de cumpleaños, las mujeres de la familia me preguntaban qué haría cuando cumpliera los cuarenta y cinco años. ¿Sacaría el seguro? ¿Se lo diría a los niños? Yo solía responderles con evasivas, que ya vería cuando llegara el momento.
La vida siguió con normalidad, y debo decir que fue una vida feliz.
Una mañana, a los pocos días de haber cumplido los cuarenta y cinco años, me desperté con el desayuno preparado sobre la mesa, y una carta al lado.
«Los chicos ya salieron para la facultad. Te dejé el desayuno preparado. Te quiero».
Mis hijos no sabían nada sobre la «maldición», a pesar de que ya estaban en edad de conocerla. Me senté a desayunar y, como cada mañana, se acercó Bobby a saludarme. Y a pedirme algo para comer. Le di un poco del panqueque que me había dejado mi mujer sobre la mesa, y el perro, a los pocos segundos de tragarlo, empezó a convulsionar.
—¿Qué pasa, Bobby?
Jadeaba, escupía por la boca. Dio algunas vueltas con la lengua afuera y, al fin, cayó de costado. Me acerqué para tratar de reanimarlo, pero ya era tarde. Estaba muerto.
A los pocos minutos sonó el teléfono. Atendí y me quedé en silencio.
—¿Y? ¿Ya se comió el panqueque?
Parecía la voz de tía Rosa, pero no estaba seguro. Un escalofrío me recorrió de los brazos hasta la nuca. Corté inmediatamente.
Me quedé todo el día en mi casa, esperando a que regresara mi mujer. ¿Había querido matarme? No podía dar crédito a mis propios pensamientos, hasta que recordé el libro. Fui a buscarlo y lo abrí en la primera página. Releí las muertes, una por una.
Y entonces lo vi claro. Una sombra femenina al lado de cada retrato; una botella de sidra agitada con fuerza, un candelabro demasiado cerca de una corbata; una cuerda que no se corta sola; un jabón deslizado a la bañera. Vi a mi madre —mi propia madre— subiendo intencionalmente el disyuntor eléctrico. Y ahora mi mujer, la madre de mis hijos, había querido envenenarme y, tal vez, fingir que me había atragantado con el panqueque.
Cuando entró por la puerta se sorprendió de verme sentado delante del panqueque casi entero. El cuerpo de Bobby seguía tirado en el suelo, y ya le empezaban a revolotear algunas moscas.
—Te guardé un poco, querida, no sé si estarás con hambre.
Mi mujer miró hacia la puerta por la que había entrado, pero me puse de pie y le impedí el paso. Y, entonces, se tapó la cara con las manos al borde del llanto, me explicó lo que ya sabía. Que no existía tal maldición. Que era una antigua tradición para estafar a los del seguro. Que, con la llegada de una nueva mujer a la familia, las esposas de los Gorostiaga se encargaban de «captar» una nueva recluta para seguir con la costumbre. Que ella al principio no quería, pero que la tía Rosa —ya sabes cómo es la tía Rosa cuando se propone algo— era muy convincente.
Nos separamos, naturalmente.
El resto de mi vida preferí no volver a casarme, a pesar de no faltarme oportunidades. Mis hijos crecieron y formaron sus propias familias. Han pasado ambos de los cuarenta y cinco años; sus esposas parecen buenas personas.
Soy el primer hombre de mi linaje por parte de padre que vivió tanto tiempo. Tengo ciento doce años. Estoy empezando a pensar que, con tantas mujeres haciendo el trabajo de la Muerte a lo largo de los últimos siglos, ella se ha olvidado de venir a buscarme.

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