Miguel A. Rupérez

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Análisis y resumen de «Queremos tanto a Glenda», de Julio Cortázar

En Queremos tanto a Glenda, Julio Cortázar explora la frontera difusa entre la admiración y el fanatismo, entre el amor idealizado y la necesidad de dominar lo amado, mostrando los mecanismos psicológicos más oscuros del deseo colectivo: la idealización, la manipulación y la anulación de la realidad en nombre de un amor perfecto. Un grupo de admiradores se reúne movido por su amor a una actriz de cine, Glenda Garson. Lo que comienza como una simple coincidencia entre fanáticos se convierte poco a poco en una devoción exclusiva y secreta, un “núcleo” unido por la idea de proteger y preservar la perfección de su ídola. Pero esa admiración, que parece inocente y tierna, irá tomando un rumbo inquietante, revelando hasta dónde puede llegar la obsesión cuando se confunde el amor con la necesidad de control. Análisis psicológico de Queremos tanto a Glenda 1. El grupo como refugio narcisista El núcleo nace del anonimato: personas que, al inicio, solo comparten una admiración estética. Pero lo que los une no es Glenda, sino la necesidad de pertenecer.Psicológicamente, el grupo satisface una carencia identitaria: los individuos diluyen su yo en una comunidad idealizada que legitima su existencia. 2. El paso del amor a la posesión La frase “queríamos tanto a Glenda” encierra una paradoja: ese amor es absoluto, pero su forma es destructiva.Desde el punto de vista psicológico, el núcleo experimenta un amor obsesivo-compulsivo que deriva en control. Es el mismo impulso que lleva a los fanáticos o totalitarismos: transformar la devoción en misión redentora. 3. Dinámica sectaria y erosión del juicio individual La estructura del núcleo reproduce los rasgos clásicos de una secta psicológica: El resultado es una disolución de la responsabilidad individual. Cada miembro actúa desde la obediencia afectiva: el deseo de no ser expulsado.El “cierre de filas” y la “mirada amablemente horrible” de Diana funcionan como símbolos de ese miedo a la exclusión. A nivel psicológico, esto produce un yo colectivo fusionado, en el que nadie piensa críticamente porque hacerlo sería traicionar el amor común. 4. El fanatismo como defensa ante la imperfección El núcleo no soporta los “errores” en las películas de Glenda. Cuando un ser humano no tolera la imperfección, busca eliminarla fuera de sí.Por eso instalan el laboratorio y manipulan las películas.Psicológicamente, es el mismo recorrido que describe Freud en El malestar en la cultura: el deseo de orden perfecto termina produciendo violencia. En el fondo, el grupo quieren preservar su ideal, y ese ideal solo puede sobrevivir si lo real (la actriz viva, imperfecta, con deseos propios) desaparece. 5. La ilusión de perfección como muerte El asesinato (sugerido en el final) es la culminación lógica del delirio.En términos psicológicos, es un mecanismo de negación extrema: Glenda no puede envejecer, fallar ni actuar en una mala película, porque ya ha sido inmortalizada por el grupo.La frase final, “no se baja vivo de una cruz”, cierra el círculo: el grupo ha elevado a Glenda al rango de figura sagrada, pero en ese mismo acto la destruye. Desde un punto de vista clínico, podríamos hablar de una psicosis colectiva sublimada: la realidad ya no se distingue del ideal, y la misión del grupo sustituye la moral. 6. El amor total como forma de aniquilación En última instancia, el cuento plantea una tesis profundamente perturbadora: “Amar demasiado” puede ser la forma más peligrosa del odio. El núcleo no soporta que Glenda exista fuera de su ideal. Su amor exige sacrificio, y Cortázar sugiere que la pureza absoluta solo puede alcanzarse a través de la muerte. Así, el cuento dialoga con el mito de Pigmalión (el creador enamorado de su obra), pero con un giro siniestro: cuando la obra cobra vida, el creador la destruye para mantenerla perfecta. 7. El lector como cómplice Cortázar deja al lector en un lugar incómodo: nosotros también “amamos” a Glenda mientras leemos.El tono confesional, colectivo, casi amistoso del narrador, hace que uno sienta que pertenece al núcleo.Solo al final comprendemos la monstruosidad del amor narrado, y esa revelación genera un efecto espejo: ¿hasta qué punto nosotros mismos idealizamos, poseemos, corregimos o destruimos lo que decimos amar? Espero que te haya gustado el análisis del cuento «Queremos tanto a Glenda». Puedes compartir el artículo o dejar un comentario, o leer el análisis de otros cuentos.

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Episodio #12. La maldición de las muertes absurdas | Podcast «Cuentos alrededor del fuego»

La maldición de las muertes absurdas Un cuento de Miguel Á. Rupérez La mayoría de las personas viven en la tranquilidad —o la feliz ignorancia— de no saber cuándo le llegará la muerte. Es una bendición, si se piensa bien; nadie podría soportar el peso de una fecha exacta, de una cuenta regresiva irreversible inscrita en la sangre. O en los genes. Yo no tuve esa suerte. Desde muy joven supe que mi vida se acabaría a los cuarenta y cinco años; y que, además, sería una muerte ridícula. Ni heroica, ni trágica, ni siquiera poética: una muerte estúpida. ¿Qué cómo lo sabía? Porque en la familia de mi padre eso es tradición. Me lo dijo una tarde, a poco de cumplir dieciocho años. Mi padre me llevó a la cocina de mi casa, sacó una botella de cerveza de la heladera y la sirvió en dos copas. Él tenía cuarenta y cuatro. Sirvió también un platito con maníes. No sé si esto es importante para la historia, pero en el recuerdo se me representa ese plato lleno de maníes salados una y otra vez, ver a mi padre comerlos de uno en uno, masticarlos con ese sonido crocante y que usaba, evidentemente, como excusa para dilatar el momento de contarme lo que, a esa altura, ya era inevitable que yo supiera. —Abelardo, tenés que saber una cosa —dijo, al fin, cuando el plato estuvo vacío—. Dentro de un año, me voy a morir. Por algún motivo que desconozco, la noticia no me sorprendió en el momento. Con esto no quiero decir que no me pusiera triste al enterarme, pero no tuve ese impulso, ese grito espontáneo que surge por la impresión de recibir una noticia tan trágica. Mi padre no había conocido a su abuelo, y su abuelo tampoco a su propio abuelo. Esta era una historia que se repetía una y otra vez en las reuniones familiares, aunque nadie me había explicado jamás los motivos. Yo escuchaba sobre la «ausencia de ancianos» en mi familia paterna, pero no sabía el porqué. Era apenas un dato pintoresco, que a mis ojos de niño no me generaba mayores inquietudes. —¿Estás enfermo? —pregunté. —No, no es eso. Estoy mejor que nunca. Pero… —Pasó el dedo por el plato vacío, y los granitos de sal se le pegaron a la yema, antes de llevárselo a la boca—. Abelardo, en mi familia, todos los hombres tenemos que casarnos a los veinte, veinticinco años a lo sumo, y tener hijos lo antes posible porque… —respiró hondo y me miró a los ojos—, porque nos morimos todos a los cuarenta y cinco años. Ni antes, ni después. Hizo una pausa para que asimilara la información. —¿Cómo podés estar tan seguro? —Porque es así —afirmó con la seguridad de quien repite una verdad—. Ya habrás escuchado la historia, en algunas reuniones familiares o alguna Navidad: todos los hombres de mi familia nos morimos a los cuarenta y cinco años; por eso es que no hay viejos en la familia. Y nunca son por causas naturales. Son muertes, cómo decirlo… —pensó unos segundos, buscando la palabra adecuada—, extrañas. Se acomodó en la silla, dio un sorbo a la cerveza. —Pero, ¿cómo es que mueren? —le pregunté. —Por ejemplo, tu abuelo Pancho, mi papá, estaba recostado bajo el ventilador una tarde de verano y, de un momento a otro, este se soltó y… —pensó un momento, pero supo que ya era tarde para detenerse— lo aplastó. »Su padre también murió de una forma particular. Se estaba bañando, pisó un jabón y, al caer, se enredó con la cortina y murió asfixiado. —Papá, no vas a creer que porque ellos hayan muerto así, vos también lo harás. Me miró y sonrió, con la condescendencia de quien contempla la ingenuidad. —Hablás igual que yo cuando mi padre me lo contó. Yo tampoco le creía, hasta que me mostró este libro. Se puso de pie y sacó del cajón un antiguo libro con tapa dura de cuero marrón, decorada con ribetes dorados en los bordes. Era grande como una carpeta de bibliorato.  Lo giró hacia mí; en la tapa pude leer: «La maldición de las muertes absurdas. Familia Gorostiaga». Las páginas eran amarillas, ásperas; parecía que podían deshacerse en polvo si uno las giraba sin cuidado. Lo abrió y el aire se impregnó de un fuerte olor acre, como de madera vieja. En la primera página aparecía el retrato de un hombre; debajo, un breve texto escrito con tinta de pluma. —Este es Romualdo Gorostiaga: es el primero del cual tenemos registro. Murió en 1629 de un corchazo de sidra en medio de la frente. Tenía cuarenta y cinco años. Dio vuelta la página, y apareció otro retrato antiguo. —Ediberto Gorostiaga —leyó mi padre—. Año de muerte: 1654. Causa: el fuego del candelabro trepó por su corbata y lo quemó vivo. Cuarenta y cinco años. Mi padre pasaba las páginas con lentitud y en todas aparecían diferentes retratos (en algunos casos no había imagen del rostro, pero sí nombre y apellido), cada una con fecha de defunción y motivo del deceso. Pasó un buen pilón de hojas hacia el costado izquierdo hasta llegar casi a las últimas. —Estas ya son de la última etapa —dijo mi padre—. Te presento a mi tatarabuelo. La imagen —una foto en blanco y negro— era la de un hombre sonriente. Mi padre leyó en voz alta: —Augusto J. Gorostiaga. Año de muerte: 1929. Causa: quiso robar una moneda del pozo de los deseos colgado de una cuerda, pero la cuerda se cortó. Nos quedamos un rato en silencio. Mi padre cerró el libro y me lo acercó aún más. —A partir de ahora, sos el responsable. Ya sabés lo que me pasará dentro de poco. Y tendrás que prepararte para cuando te llegue el momento a vos. A los pocos meses, y con cuarenta y cinco años recién cumplidos, mi padre decidió que era momento de dejar las cosas en orden; pagó las deudas,

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Episodio #11. Pide un deseo | Podcast «Cuentos alrededor del fuego»

Pide un deseo Un cuento de Miguel Á. Rupérez, incluido en el libro «La carga invisible». Sentados alrededor de la mesa, y con las pastas humeando en los platos, Manuel y Alicia se acomodan la servilleta en el regazo. Alicia se sirve una copa de vino y le ofrece a Manuel, quien acepta con una inclinación de cabeza. A Jorge, que todavía le cuelgan las piernas en la silla, la panza le hace un ruido parecido al croar de un sapo. Con la mirada fija y acuosa, como en pausa, un hilo de baba le cuelga espeso de la boca entreabierta y cae sobre la mesa; allí forma un desagradable charquito que se va acumulando y que acaba por desbordarse, derramando un nuevo filamento viscoso que pendula y le moja los pantalones. Los padres no lo miran y siguen enrollando los tallarines sobre la cuchara sopera. A los quince minutos, se levantan, satisfechos, y se van; en la mesa quedan dos copas de vino vacías, dos platos sucios con manchas de salsa, y otro plato lleno que ya no humea. Jorge despierta lentamente de su letargo; levanta despacio la mano derecha, sujeta el tenedor e intenta enredarle algunos fideos. La mayoría se sueltan en el plato y otros tantos acaban en el suelo. A las dos horas, con la cara enchastrada de salsa de tomate, el plato está casi vacío y el sapo deja de hacer ese ruido que le arañaba las entrañas. Antes de ir a dormir, pasa por el baño para lavarse. Jorge admira las manos de su padre. Los dedos gruesos, fuertes, que nunca lo tocaron. Y tal vez por eso mismo las idealiza. Se imagina cómo sería su textura, el calor que emiten; fantasea que esas manos podrían —si quisieran— derrumbar una pared, doblar los barrotes de la ventana, hacer una caricia. De más chico intentó acercarse a él, para verlas de cerca. Pero su padre se alejaba y le pedía que no lo tocara, manteniendo siempre cierta distancia, como si su hijo tuviera una enfermedad contagiosa. Jorge ya sabía sobre su condición, y sabía que no era una enfermedad contagiosa, aunque sí repugnante. Cuando se queda paralizado, no puede evitar la incontinencia. Más de una vez se encontró sentado sobre su propia mierda, apestosa, o con el pantalón empapado de orina aún caliente. De alguna manera, entendía a su padre. De Alicia, no admira absolutamente nada. Es cierto que los primeros años de vida lo alimentó y lo limpió, pero nunca pudo dejar de verla como a una pobre mujer. Se pasa las horas sentada en el sillón verde, mirando la televisión a un volumen altísimo, fumando un cigarro tras otro. Jorge no recuerda en qué momento se empezó a formar en el techo la mancha amarillenta, justo encima de ese sillón; para él, ha estado ahí desde siempre. Y la mira a diario, y la ve crecer, y piensa que un día esa aureola de nicotina desplomará el techo envejecido y aplastará a Alicia como a una cucaracha. Así vive ella, con la luz de la pantalla reflejada en la cara, desde que se despierta hasta que el reloj de la pared marca las siete de la tarde. Manuel suele llegar a las ocho y media de trabajar, y Alicia debe tener todo listo para esa hora. Apaga la televisión y rocía cada rincón de la casa con un ambientador de aroma floral que, mezclado con el humo de los cigarros, produce un olor rancio y nauseabundo. Prepara la cena, limpia, y levanta la persiana del comedor para que entre aire y luz. Al subirla, la casa se libera por un rato de la monótona penumbra, gracias a los últimos rayos de sol que entran, cansados, por la ventana. En cuanto escucha el ruido de la persiana, Jorge deja lo que esté haciendo y corre hacia allí, para quedarse sentado bajo la ventana con ojos cerrados y sentir el agradable calorcito sobre su piel pálida y escamosa. Manuel y Alicia piensan que Jorge es idiota, porque no habla. Además de esas parálisis, que lo hacen parecer tan estúpido… Catalepsia fue el diagnóstico del doctor cuando Jorge tenía tres años. Jorge, en verdad, no habla porque cree que no tiene nada importante para decir. Conversa mucho consigo mismo dentro de su cabeza, sobre todo cuando se queda duro como una estatua. No puede mover el cuerpo, pero el cerebro sigue funcionando. No tiene más remedio que pensar, piensa, piensa, piensa. Aunque también se considera un idiota. La gente normal no se queda trabada, no babea, no se caga encima. ¿De qué le sirve pensar tanto? Para Alicia, no hay demasiada diferencia entre el ficus del zaguán y Jorge. O los muebles y Jorge; o las lámparas y Jorge; o los cuadros. Para Jorge, Alicia está loca, y busca pasar desapercibido con ella. Por eso nunca le dice nada. Prefiere quedarse en silencio cuando Alicia grita por el cigarro que se le consume entre los dedos, o cuando se ahoga y escupe por los ataques de tos, o cuando la ve llorar sin ningún motivo. La mira y se queda callado. Y siempre que ella le pide que haga algo, él va y lo hace; no por respeto, sino para evitar los maltratos. Jorge esperó con bastante ansiedad el 29 de mayo. Cumplir diez años es pasar una etapa importante, ya no es un número solo, sino dos. Uno, cero. Sonaba bien. No como los infantiles nueve o los inocentes ocho. Ese día despertó con la ligera esperanza de que harían una fiesta. Lejos estaba de pretender guirnaldas, piñata, música o payasos. Ni siquiera esperaba un regalo: con un par de globos de colores y una torta con diez velas era suficiente. Lo único que rogaba, por Dios, era que no le agarrara el ataque justo en el momento de soplar y pedir un deseo. Se levantó animado. Bajó las escaleras y se dio cuenta de que su padre ya había salido. Fue al comedor

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Episodio #10. Catorce años | Podcast «Cuentos alrededor del fuego»

Catorce años Un cuento de Miguel Á. Rupérez Un matrimonio de ancianos está sentado en la mesa de un bar, con las tazas de café vacías. —¿Qué? —pregunta él. Ella, que está absorta, con la mirada fija en un punto, pestañea varias veces y le dedica una breve mirada. —Nada —le responde, con su voz de pájaro. —Ah, pensé que me habías… La mujer no se gasta en responderle que no. Que se equivocó. Que no le había dicho nada, y vuelve a fijar la mirada en el vacío. Tiene un cigarrillo en la mano que arde despacio hasta volverse una larga ceniza curvada. El marido la mira a los ojos, que son redondos y brillosos como dos canicas de vidrio, esperando el contacto visual para empezar una conversación, aunque, en realidad, no tiene nada para decirle. Ella sigue abstraída. Cada tanto mueve la mano de forma maquinal para depositar la ceniza en el cenicero, pero casi no fuma.  Pasa el mozo y el hombre le hace una seña con la mano, como si escribiera algo en el aire. El mozo no se percata de que le están pidiendo la cuenta y sigue su recorrido. El marido intenta otra vez captar su atención con otra seña que queda a mitad de camino. A esa hora hay mucho trabajo, reflexiona. A la tercera, el mozo, con la bandeja repleta de tazas sucias y vasos vacíos, lo ve y asiente con la cabeza. El matrimonio sigue un rato más en silencio, en medio de un murmullo de palabras que los envuelven como un remolino. Él juguetea con la cucharilla del café y tararea bajito un tango, para matar el tiempo; espanta a una mosca que insiste en posarse encima de los restos de azúcar. Cuando el mozo trae la cuenta, el hombre se apresura a sacar la billetera. —Dejá, dejá… Yo pago —dice, a pesar de que su esposa no ha mostrado intenciones de sacar dinero de su cartera. Deja unas pocas monedas sobre la mesa y se pone de pie. —Vamos, querida. La mujer no se mueve de la silla, parece una escultura humeante. —Beatriz, vamos. Él espera unos segundos, y se empieza a sentir incómodo por estar parado al lado de la silla vacía, esperando a una mujer que no hace el menor intento de acompañarlo. Vuelve a sentarse y recoge las monedas de la propina. Se inclina hacia adelante con los codos apoyados sobre la mesa, y murmura. —¿Se puede saber qué te pasa? Beatriz sigue en la misma postura: las piernas cruzadas, la mano izquierda bajo el codo derecho, la espalda ligeramente encorvada, los labios apretados. No le responde. Juan Carlos toca la mano de su esposa y ella la retira como un acto reflejo, como si la mano del hombre fuera hierro caliente. Él carraspea y se acomoda en la silla. Mira de reojo hacia los lados; nadie parece darse cuenta del rechazo. —¿Querés que pidamos otro café? De nuevo, no hay respuesta. Beatriz saca otro cigarrillo y lo enciende con la colilla del que se está por apagar. Da una profunda calada. Juan Carlos reprime las ganas de decirle, una vez más, que fumar tanto le va a hacer mal. Se endereza en la silla para no inhalar la espesa humareda e intenta recordar algo malo que haya dicho o hecho, alguna actitud suya que, quizás, la hubiera hecho enojar. Pero no le viene nada a la memoria. Esa mañana se levantaron como cada día, y desayunaron juntos. Es cierto que Beatriz se mostraba algo distante, pero lo atribuyó a su habitual mal humor matutino. Como siempre, él dedicó la mañana a leer las noticias en el diario mientras ella hacía algo en la cocina, y a contarle en voz alta las más importantes. Ahora que lo piensa, no sabe qué es lo que hace su mujer en la cocina, incluso en la casa entera. La ve ir y venir todo el día, pero no sabe exactamente para qué. Su mujer no le habla desde la mañana. No le ha respondido a ningún comentario sobre las noticias, ni siquiera una formalidad como: «Qué mal está el mundo». «Será que tuvo una mala noche», piensa Juan Carlos. Beatriz fuma con caladas cortas y sigue con la mirada perdida en algún punto del bar. Él la observa y piensa, en realidad, que ya desde la noche anterior su mujer está… rara. Miraron una película divertida y no se rió ni siquiera una vez. Cuando él bostezó y dijo «Buenas noches», ella se tapó con la colcha y se puso de lado, dándole la espalda. —Beatriz, ¿hice algo que te haya molestado? La mujer separa un poco los labios y parece a punto de hablar, pero no dice nada. Juan Carlos aprovecha que el mozo les pasa por al lado y ordena: —Dos cafés, si es tan amable. El mozo está atareado, a esa hora hay mucho trabajo, pero no puede ignorar el pedido. Lo memoriza y sigue su recorrido. Vuelve la vista a su esposa, como si con solo mirarla pudiera descubrir el enigma de su silencio. Escudriña en sus ojos pero no ve nada, como si estuvieran vacíos; busca en su rostro y en su cuello huesudo algún indicio, en sus hombros angulosos y hasta se fija en la colilla del cigarrillo, que está apenas manchada con labial rojo. No hay nada. Repasa el día anterior, e intenta recordar la última charla que tuvieron. Por increíble que parezca, no logra traer a la memoria ningún diálogo, nada que ella le haya dicho. En realidad, se recuerda a él mismo contándole algunas cosas sin importancia: nimiedades del trabajo, trivialidades de la televisión o alguna charla intrascendente que tuvo con el vecino. Juan Carlos, de pronto, se siente confundido, ¿hace cuánto que su mujer no le habla? —¿Hace cuánto que no me hablás, Beatriz? La mujer separa los labios y, esta vez, expresa con voz aguda y nítida. —Catorce años. El mozo trae los cafés, y Juan Carlos

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Episodio #9. La sonrisa de Ana | Podcast «Cuentos alrededor del fuego»

La sonrisa de Ana Un cuento de Miguel Á. Rupérez Mi nombre es Víctor, aunque creo que, en realidad, es Tomás. Vivo en Hurlingham, tengo nueve años y mis papás —Marta y Osvaldo— me adoran. Yo también los quiero. Cómo no los voy a querer, si hacen todo por mí. Juegan conmigo, me compran lo que les pido, me cuidan, y me dejan faltar a la escuela si les insisto. Siempre están conmigo. Siempre. Cuando estoy con mis amigos se quedan lejos, para darme «mi espacio», dicen, pero a veces yo preferiría que no estén. Hasta cuando voy al baño, si tardo más de cinco minutos, golpean la puerta para saber si estoy bien. Se preocupan demasiado, como si tuvieran un miedo constante a que me pasara algo. Cada mañana me despierto con la bandeja del desayuno en la cama. Algunas veces les pregunto por qué no desayunamos en el comedor o en la cocina como todo el mundo, y noto que les cambia la cara. Se ponen tristes, como si les quitara el derecho a darme cariño. Así que decidí que no se los preguntaría más. No quiero hacerlos sentir mal. Ellos quieren verme contento; por eso se esfuerzan tanto. Tengo la ropa limpia, planchada, y cuando la ensucio mi mamá me llama la atención, pero al instante me abraza y me dice que no me preocupe, que se puede lavar, y me pide que vaya a cambiarme. A mí no me molesta estar con la ropa manchada con un poco de tierra, ¡si viera a mis amigos del cole! Algunos van con la misma remera toda la semana y con los pelos para cualquier lado. En cambio, a mí me peina todas las mañanas con un gel que me deja el pelo todo duro y aplastado hacia un costado. Una tarde —creo que era jueves— mientras jugaba con los muñecos, sonó el timbre. Mi mamá se limpió las manos en el delantal y abrió la puerta; yo me quedé escondido atrás del mueble grande para ver quién era. Del otro lado había una señora flaca, ojerosa, con unos rulos grandes que le caían hasta los hombros. No entendía bien lo que decían, pero mamá estaba nerviosa: me di cuenta porque se seguía limpiando las manos en el delantal, cuando ya las tenía secas hacía rato. La otra señora era un poco más alta que mamá, y parecía estar más tranquila. A medida que avanzaba la charla, se notaba que también se iba poniendo un poco nerviosa. Tenía una bolsa celeste en la mano; se la quería dar a mamá y mamá no se la quería agarrar. Discutieron un rato y, al final, mi mamá dijo algo como:  —Si no te vas, voy a llamar a la policía.  La otra señora negó varias veces con la cabeza. Parecía buena persona, de esas que pasaron por cosas difíciles y, aun así, eligen la tristeza en lugar del enojo. Mamá la miró con bronca, le cerró la puerta en la cara y volvió caminando hacia la cocina estrujando el delantal. «Loca de mierda…», repetía en voz baja.  Yo me acerqué a la ventana y vi que la señora se había quedado parada en la puerta, con la bolsa en la mano derecha. Se cubría los ojos con los dedos de la otra mano y apretaba muy fuerte los labios, que le temblaban como cuando tengo mucho frío y estoy desabrigado. Me sorprendió que mamá le hubiera dicho algo tan malo como para hacerla llorar. La señora de rulos dejó la bolsa en el suelo, se persignó, y ahí pude ver que tenía los ojos hinchados y brillosos. Se alejó despacio de la casa, y yo me quedé mirando ese pelo enrulado que parecía un montón de resortes negros y daba ganas de pasarles la mano por el medio. Abrí la puerta sin hacer ruido y agarré la bolsa. No pesaba casi nada.  —Me voy a estudiar a mi habitación. —Está bien, mi amor —gritó mi madre desde la cocina—. Te quiero, ¿lo sabías? —Sí —le respondí con la mirada fija en la bolsa. Cerré la puerta, me senté en la cama y la abrí. Un olor conocido y raro a la vez —como de polvo o madera vieja— me hizo cosquillas en la nariz. La bolsa estaba llena de fotos viejas, y en todas aparecían diferentes personas con un bebé. En la parte de atrás de cada una se mencionaba quiénes estaban en la foto:  Abuelita Rosa y Tomás;  Tío Alberto, tía Irene y Tomás; Papá Santiago y Tomás;  Mamá Ana y Tomás.  Había alrededor de veinte fotos, todas con nombres escritos detrás. Pero lo que más me sorprendió fue que, dentro de la bolsa, había también un perrito de peluche con ojos de botones, flaco, algo sucio y con hilachas salidas de las costuras. —¡Felipe! —grité, sin entender por qué me había salido decir ese nombre. Sentí unas ganas inmensas de abrazarlo. Pero no lo hice. Mi mamá siempre dice que las cosas que están sucias pueden tener microbios y enfermedades.  Escuché que mi papá abría la puerta de entrada y me llamaba. Todos los días hacía lo mismo cuando volvía de trabajar: yo tenía que ir a darle un abrazo y hablar un rato con él, mientras mi mamá ponía la mesa para la cena. Guardé las cosas en la bolsa y la escondí en el baúl de los juguetes. Nos sentamos a la mesa, agradecimos la comida y empezamos a cenar. —Papá —pregunté con el tono más despreocupado posible—, ¿por qué no hay fotos mías de cuando yo era bebé? Él sonrió y miró a mi mamá, que se adelantó a responder: —Claro que hay, Víctor. ¿Cómo no va a haber? ¡Hay un montón! —Nunca las vi. ¿Puedo…? —Por supuesto, campeón. Mi papá se levantó y fue hasta su habitación. Al rato volvió con una caja que se veía bastante pesada. Mi mamá le pasó un trapo húmedo alrededor y después la abrió: estaba repleta de álbumes.

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Las preguntas que no hice

Episodio #8. Las preguntas que no hice | Podcast «Cuentos alrededor del fuego»

Las preguntas que no hice Un cuento de Miguel Á. Rupérez Anoche soñé con mi padre. Estábamos en mi casa, él parado en el patio haciendo alguna cosa, de esas que hacemos cuando estamos vivos. Yo intuía que había algo raro en la situación, pero él estaba ahí, tan normal y tan cotidiano, que parecía un día más, como los que compartíamos cuando yo era chico. Mi viejo y los autos para mí son una misma cosa. Él no sabía nada de fútbol, ni de libros, ni de matemáticas. Sabía de autos. Por eso debe ser que en el sueño le pregunté si en Argentina existía el combustible diesel. Yo vivo en España hace muchos años y estaba de visita por mi país. Me miró y me respondió que sí. En los sueños me pasa siempre lo mismo con mi papá: yo sé que no es normal que él esté ahí parado, como si nada; siempre tengo la sensación de que por muchos años él no estuvo, y ahora, simplemente, está. Y yo finjo normalidad. No quiero preguntarle nada raro, como si alguna de mis preguntas pudiera romper ese hechizo que se formó por alguna casualidad y me lo hiciera desaparecer de nuevo. Yo lo miraba y le quería preguntar algo sobre la conducción de un coche, algo interesante como por ejemplo si hay que poner luz de giro en una calle con varias bifurcaciones, no sé, algo extraño que le hiciera responderme desde su experiencia. Le daba vueltas y no me salía la pregunta. Después nos fuimos a una estación de servicio. Él se baja, se pone a cargar nafta y yo me quedo dentro del coche en el asiento de atrás, con varias mochilas. Las ventanillas están abiertas. —Tené cuidado con las cosas —dice, y yo veo que las billeteras y algunos objetos de valor están al alcance de cualquiera que pudiera pasar y dar un manotazo. Acomodo todo, muevo las mochilas, guardo las billeteras. Cuando levanto la cabeza, me doy cuenta de que el coche se está moviendo, despacio, como si estuviera en una ligera pendiente sin el freno de mano. No sé cuántas cuadras llevo así. Me paso al asiento del conductor, agarro el volante y estaciono como puedo. Pongo las balizas y me bajo. Lo busco, pero él se quedó en la estación de servicio. Yo no sé dónde queda, hace mucho que no estoy por Argentina. Saco el celular, busco Papá en los contactos, y lo llamo. Su teléfono está apagado, como si todo volviera a la pavorosa normalidad en la que no contesta. Como si hubiera desperdiciado ese rato que estuve con él, haciéndole preguntas estúpidas sobre el diesel, o pensando en algo interesante para hablar, en lugar de darle ese abrazo que hace diecisiete años quiero darle. Como si no hubiera sido mejor preguntarle dónde estuvo este todo tiempo, o cómo hizo para visitarme en un sueño. Ahora que estoy despierto, no entiendo cómo no le pregunté sobre el 12 de febrero de 2008. ¿Se habrá arrepentido? ¿Lo volvería a hacer? ¿Cómo no le dije que fue un boludo? ¿A mí qué carajo me importa el diesel o el gasoil? Pero sé que estos sueños vuelven cada tanto. Él vuelve, y yo me sorprendo, pero no lo demuestro. Estamos juntos haciendo cualquier cosa normal, y lo veo tan vivo, tan cotidianamente vivo, que le volveré a preguntar las mismas estupideces que preguntamos cuando la vida transcurre sin sobresaltos; algo sobre la economía del país, o sobre el clima, o, tal vez, sobre la carrocería de un auto. ¡Espero que te haya gustado! Haz clic aquí si quieres escuchar otros cuentos del podcast «Cuentos alrededor del fuego».

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Episodio #7. Ensayo sobre mi ruina | Podcast «Cuentos alrededor del fuego»

Ensayo sobre mi ruina Un cuento de Miguel Á. Rupérez No tendría problema en reconocer que las malas decisiones que he tomado en mi vida han sido producto de un denotado esfuerzo por demostrar cierta superioridad intelectual, por intentar mostrar una parte de mí que no es más que una debilidad oculta y despreciable, vergonzosa, que sale a la luz disfrazada de elocuencia, de integridad y hasta de humildad, pero lo único que hace es alejar la verdad de mi ser, lo apretuja y lo silencia hasta convertirlo en una bola compacta, lo ignora durante horas, días, incluso meses, y toma inescrupuloso el lugar de mi consciencia, sonríe cuando quiero estar serio, explica cuando quiero estar sosegado, discute cuando me da igual ser o no el portador de la razón, y grita, eso es lo que más aborrezco de este, cómo decirlo, de este ser que toma posesión de mi cuerpo, de mis habilidades y destrezas, y las usa para llamar la atención, por pura vanidad, ay, por elogios, eleva la voz y obliga a los demás a que lo escuchen, como si con eso lograra destacar de la media —de la mediocridad—, darle un sentido a su paso por el mundo pero, digo yo, qué gana con esto, que ganó yo mismo con todo esto, algunos aplausos de gentes tímidas que necesitan creer en algo o en alguien, alguna palmada en la espalda, gestos de aprobación y poco más, pero esto es solo una parte, me temo que abundarán también los que sientan pena por mí, quienes descubran realmente quién soy, y tambien aquellos quienes me consideren un idiota, si yo mismo veo a ese idiota cuando me escucho y cuando me miro en el espejo y me estiro el pelo hacia atrás para tapar la incipiente calva que se me va formando en la coronilla, ese pelo que supo ser negro y abundante y ahora es más bien fino y con hilachas blancas que me recuerdan el paso del tiempo, tiempo antaño inexistente o tal vez eterno, hoy miro hacia atrás y poco es lo que he conseguido en comparación con lo que soñé que conseguiría, sueños tan al alcance de la mano ahora difuminados y esparcidos por tanto movimiento malgastado e inútil, pero no recuerdo cuándo fue que dejé de lado esos sueños para dedicarme a cosas más importantes, qué ingenuo, aunque sospecho que nunca los dejé del todo y siguen estando ahí, como una especie de utopía personal, guardados en algún lugar de mi memoria, y la única forma que tengo de justificarlos es con esta personalidad ambivalente, la altiva y la cabizbaja, la extrovertida y la solemne, ambas reflejo de mis propias inseguridades, mejor dicho, ambas tan inseguras que solo aparecen para intentar motivar una emoción en alguien externo, algún otro, como cuando los niños hacen las piruetas o las hazañas típicas de su edad y quieren que la madre los mire, o, por el contrario, cuando se quedan enfadados en un rincón con la cara fruncida y miran de soslayo a ver si lograron captar su atención, lo que buscan en el fondo es el reconocimiento, una certeza fugaz en este intento absurdo de encontrar un sentido, y quién dice que yo no estaré buscando lo mismo, estoy en la mitad de la vida y soy consciente de la finitud y de la intrascendencia, del olvido que seré, de lo reemplazable y hasta descartable de mi ser, soy consciente del dolor que produce saber todas estas cosas y me resisto a aceptarlas, carajo, claro que me resisto, por eso es que busco destacar, yo y ese otro que no es más que mi ego protegiéndome de la nada, pobre de mí, detrás de él como un escudo, tan cobarde, cobarde e insignificante, si al menos tuviera el valor de reírme de mi propia existencia, de quitarme estos aires de importancia, seguramente la vida sería más sencilla, viviría el presente con la plenitud que merece el único tiempo que existe, y celebrar si descubro tres o cuatro arrugas más en mi cara o si necesito ajustar la graduación de mis gafas, qué más da todo eso, estaría en el famoso aquí y ahora que pregonan los budistas, podría, tal vez, amar, esa palabra tan esquiva para las personas como yo, amar irracionalmente, amar con decencia, con delicadeza, y, sobre todo, amar sin esperar algo a cambio, ni siquiera amor, porque el que espera sufre, dicen también los budistas, el sufrimiento viene del apego y del deseo, valores que se premian en la sociedad moderna, tan destacables que hasta puede ser mal visto hablar de la falta de deseo, o hacer apología del desapego, te pueden mirar como a un marciano, preguntarte si estás bien, si hace falta llamar a un médico o cosas así, lo normal es desear, si no deseamos no consumimos, y si no consumimos no gira el engranaje, basta, por favor, basta, quiero poder ser yo solo, yo mismo, dejar de esconder mi esencia para conseguir tal o cual cosa, qué me importa si consigo o no consigo ser alguien en la vida, al diablo con tener que demostrar mi valía, al diablo con las exigencias, con los reconocimientos, al diablo con este ser miserable y despiadado que he sido todo este tiempo. ¡Espero que te haya gustado! Este es un cuento que no utiliza más puntos que el punto final. Haz clic aquí si quieres escuchar otros cuentos del podcast «Cuentos alrededor del fuego».

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Episodio #6. Los seres sensibles | Podcast «Cuentos alrededor del fuego»

Los seres sensibles Un cuento de Miguel Á. Rupérez Pienso en aquellos primeros humanos que poblaron la tierra, y me los imagino robustos, con abundante pelo en el cuerpo como protección contra el frío; sus rasgos similares a los humanos de hoy, dedos gruesos, uñas largas y filosas; mandíbulas como tenazas. Los veo moldeados por la naturaleza para cazar, recolectar frutas y raíces; cuerpos hechos para la supervivencia. Desnudos e instintivos, con sus épocas de celo para aparearse y transmitir los genes que llegaron hasta nuestros días. Y no puedo dejar de pensar en estos hombres primarios, pero no solo en el bruto que se imponía por la fuerza y gruñía al hablar, sino en aquellos que miraban el cielo y se preguntaban qué podía ser esa enorme y calurosa bola amarilla que nunca coincidía con la otra, la blanca; que admiraban los puntos parpadeantes en el firmamento oscuro, presintiendo, quizás, la grandeza de la que él, su especie y todas las especies formaban parte. Pienso en el curioso que quería entender por qué la chispa provocaba el fuego, la dolorosa lucidez de intuir que la respuesta aún no pertenecía a su tiempo. Quizás imaginando, con el brillo de la fogata refulgiendo en sus ojos, un futuro en el cual sus preguntas abrieran caminos nuevos. Me imagino al ávido de lectura; el vacío que tuvo que sentir en el alma al no haberse inventado aún la palabra, ni la escritura, ni la lectura. La angustia del pobre hombre, rodeado de seres impulsivos y sin inquietudes, que solo vivían para saciar los apetitos del cuerpo. Siento un profundo respeto por el sabio que contemplaba las montañas o el río durante horas, y que recibía por eso las burlas del hombre tosco. Lo que habrá sufrido al descubrir que la quietud le generaba algo agradable en el cuerpo, muy adentro, y no poder compartirlo con el mundo porque, de hacerlo, el rudo le partiría la cabeza de un garrotazo. Sonrío al imaginar al hombre que reconoció por primera vez en los animales una sensibilidad semejante a la suya, y no los vio solo como pedazos de carne para roer a tarascones. El gozo que le habrá recorrido en el cuerpo cuando acarició la cabeza de la bestia y le rascó detrás de las orejas, y esa otra especie tampoco experimentó la necesidad de atacarlo, y permaneció, en calma, junto a él. El que no se sentía cómodo entre el ruido de los vulgares; el que olía las flores. El escultor que le daba forma a una piedra; el pintor que soñaba con la mezcla de los pigmentos para inventar nuevos colores. El poeta que no sabía que era poeta. Creo que si a alguien debemos la evolución de nuestra especie es a estos seres sensibles, más silenciosos y más atentos, que han sabido transmitir, casi en secreto, la curiosidad en los genes. Sin vanidades, sin alardes, sin estridencias. A ellos debemos la profundidad de pensamiento, la necesidad de comprender; fueron ellos quienes, sin levantar la voz, han sabido despertar lo más valioso y auténtico que tenemos como seres humanos. ¡Espero que te haya gustado! Haz clic aquí si quieres escuchar otros cuentos del podcast «Cuentos alrededor del fuego».

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El Tanque Salerno

Episodio #5. El «Tanque» Salerno | Podcast «Cuentos alrededor del fuego»

El «Tanque» Salerno Un cuento de Miguel Á. Rupérez En Argentina tenemos la noble costumbre de enardecer las historias de los futbolistas que empezaron jugando en el potrero y terminaron, con los años, llegando a lo más alto. Nos sentimos orgullosos del talento innato, de la pasión, de la entrega, de ese alguien que no tiene nada y acaba consiguiéndolo todo. La historia de Bernardo Salerno, alias el «Tanque», surgió en las inferiores del Club La Victoria, cuando Bernardo tenía quince años. Muchos consideraban que ya estaba grande para empezar a jugar al fútbol, pero el pibe quiso probar. ¿Por qué no? Él también era un muchacho de potrero. En el partido de prueba los jugadores no le quitaban el ojo de encima. Dentro de la cancha imponía una sensación de respeto o, mejor dicho, de cautela: era una especie de niño atrapado en un cuerpo de gigante, sostenido por dos piernas zancudas como de flamenco y un par de manos desproporcionadamente grandes. Corría revoleando los brazos como si no tuviera dominio de las extremidades. En las carreras golpeaba a los otros jugadores sin darse cuenta, jugadores del otro equipo y también del suyo. En el primer tiempo, Bernardo apenas tocó la pelota. Jugaba de mediocampista y las pedía todas: «¡Pasala!»; «¡Acá!»; «¡Estoy solo!». Los pases que le llegaban se le escapaban casi todos, y las pocas pelotas que pudo dominar terminaron en un lateral o en posesión del equipo contrario. «Tiene dos pies izquierdos…», reflexionaba Raimundo Fuentes, el entrenador, «…y, por desgracia, no es zurdo». Pero al pibe le vio algo. Quizás su actitud, o su forma deshinibida de moverse por el campo. Tal vez, su inocente optimismo. —El segundo tiempo jugás adelante. De nueve —decretó Raimundo. Pocas veces se valora el mérito de un entrenador para sacar lo mejor de un futbolista. En este caso, el cambio de mediocampista a delantero fue un acierto: Bernardo metió siete goles. Sí, ¡siete! Es verdad que casi todos fueron de puntín y más de uno fue de rebote. Pero los números no mienten. Cada vez que metía un gol apoyaba las rodillas y la mano izquierda en el césped, y estiraba vigorosamente el brazo derecho apretando su inmenso puño. De ahí surge lo del «Tanque». Emitía un grito apoteósico, como de ogro —acto que repitió a lo largo de toda su carrera—, lo que invitaba a que sus compañeros le saltaran encima para formar un gran montoncito eufórico de muchachos alegres. Raimundo, que tenía ojo para estas cosas, lo convocó para el siguiente partido. —Venite la semana que viene. Vas a jugar de delantero. —¿Seguro, Raimundo? ¿No cree que mi técnica todavía…? —Seguro —interrumpió el entrenador—. A un nueve se le piden goles, no gambetas. Esta frase quedaría grabada para siempre en la memoria del «Tanque» Salerno. El campeonato barrial ya había empezado y tocaba jugar contra Deportivo Burzaco, que venía primero. Bernardo entró de titular. Al principio, de nuevo, parecía que tenía los botines enjabonados; la única chance clara que tuvo la tiró a la tribuna. Era como si La Victoria, su equipo, jugara con uno menos. Empezaron perdiendo tres a cero y se fueron al descanso. «No la ve ni cuadrada… ¿Habrá sido suerte lo de la otra vez?», reflexionaba Raimundo, que pestañeaba perplejo mirando el suelo. Por supuesto que no le transmitió sus pensamientos al jugador, sino que, como todo buen entrenador, le dio indicaciones. Bernardo tenía la mirada distraída, ausente, como si viviera tratando de recordar algo que olvidó. La prominencia de su mandíbula, que no le permitía cerrar la boca del todo, le confería un aspecto que recordaba vagamente el de un primate. En la comisura de los labios se le juntaba una saliva blancuzca y espumosa, que a Raimundo le provocaba un poco de rechazo. Bernardo asentía a todas las recomendaciones del entrenador. Se ajustó los botines, se golpeó el pecho dos veces y salió de nuevo a la cancha. En el segundo tiempo —y así es como comienza realmente la historia del «Tanque» Salerno—, apareció. Con una bochornosa chilena (si es que así puede nombrarse esa cosa que hizo en el aire, y que todos exclamaron «¡ay!» cuando lo vieron caer de espaldas) abrió el marcador para su equipo. Después vino el segundo: con una pelota que disputaban cinco jugadores dentro del área, Bernardo tuvo la osadía de lanzarse de cabeza y empujarla con alguna parte de su cuerpo hasta el otro lado de la línea del arco. El tercero, le pegó de afuera del área antes de que lo vinieran a marcar, como sacándose la pelota de encima, y todos pensaban que se iba, pero la pelota le pegó en la espalda a un defensor y terminó entrando. Tres a tres. En el último minuto, la redonda le quedó justo en los pies, dentro del área chica, tras un certero pase del «Loco» Peluffo: mano a mano con el arquero. Se miraron como si el tiempo hubiera quedado suspendido, y Bernardo olió el miedo de su rival. Le metió un puntinazo con tal fuerza que, si el arquero no hubiese corrido la cara, todavía le estarían poniendo hielo. Golazo y ovación. Hasta Raimundo, fue a tirarse encima del «Tanque». Cuatro a tres: impresionante triunfo de La Victoria. Y así fue también el siguiente partido. Y el siguiente. Bernardo en el primer tiempo no la tocaba, era la sombra de un fantasma. Pero en el segundo… Te ganaba el partido él solo. Se empezó a generar una mística alrededor de este curioso acontecimiento. Nadie sabía por qué pasaba esto, ni siquiera el propio jugador. El día del último partido —que acabaría coronando campeón al Club La Victoria—, en la tribuna estaba Evaristo Pino Cueto, reconocido ojeador del club Ferrocarril Oeste. Su trabajo era descubrir jóvenes promesas, cazar talentos en equipos chicos. Al terminar el partido se reunió a solas con Raimundo Fuentes: se quería llevar al «Tanque» Salerno. Llegaron a un acuerdo tras largas horas de negociaciones. Los padres de Bernardo no podían

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lo que no quisiera

Episodio #4. Lo que no quisiera es que la noche terminara | Podcast «Cuentos alrededor del fuego»

Lo que no quisiera es que la noche terminara Un cuento de Miguel Á. Rupérez Don Nicolás golpea la guitarra y se levanta la polvareda. Los bailarines aplauden unos frente a otros; los hombres, las miran a los ojos, las galantean con cada zapateo, con cada taconazo; ellas no se quedan atrás, sostienen la mirada desafiante, seductora, y sacuden la pollera con una mano para hacerla volar. Los cuerpos transpirados se mueven al ritmo de la chacarera, se acercan, se alejan, chasquean los dedos. Sonríen. Los de afuera aplauden también, algunos cantan, y los que no saben, gritan. La señora Amelia saca a bailar al marido de alguna, y es ella quien lo corteja con su danza; el hombre se deja seducir, por amabilidad, como un juego, hasta que la canción termina. Los bailarines vuelven a sentarse a la mesa para comer las empanadas que acaba de servir doña Elvira, tomarse un vino y descansar un poco los pies antes de que empiece la siguiente canción. Lo que no quisiera es que la noche terminara, piensa la María, con el brillo de la fogata en los ojos. Vuelca un poco de vino en la tierra seca y da un sorbo de la copa. Se le despierta el paladar por el concentrado dulzor de la uva madura, con un fondo sutil de madera que le raspa apenas la garganta. Mira a los changuitos que corretean alrededor del fuego y le tiran ramitas secas para mantenerlo encendido. Don Nicolás se envalentona tras unos tragos y empieza a rasguear la «Chacarera de las piedras», y la gente se pone de pie, animada por el vino y la música. La María se acerca a la ronda y se le da por cantar. No pensaba hacerlo. Su voz es la del río manso, profundo como un abismo, con una fuerza serena que se desliza por el aire y acaricia el espíritu. Todos hacen silencio para escucharla mejor y dejarse llevar. Uno agarra el bombo legüero y acompaña a la guitarra. Y ella canta como nunca, canta desde adentro, mirando la casita, el quebracho, las gallinas. La gente querida. Se vacía a través de su voz. Vecinos, familiares y amigos se estremecen y la miran con admiración. Cuando termina de cantar la ovacionan, «Qué voz…», «Cuánto talento…»; hasta Don Ceferino, que siempre fue medio parco para los sentimientos, parpadea unas cuantas veces para que nadie se de cuenta de que se le humedecieron los ojos. La fiesta sigue, y la María se sienta en el tablón. Mira al cielo y se pregunta cuántas canciones habrá escuchado esa misma luna; si sabrá que es la inspiración de poetas y cantores; si sufrirá por ser la testigo de tantas promesas y anhelos.  No se va a despedir.  ¿Cómo se puede extrañar algo que todavía está ahí, frente a los ojos? Qué cruel y silenciosa es esa nostalgia anticipada, ese dolor suave de saber que algo se está yendo mientras aún lo está viviendo. Se consuela con la idea de que puede volver cuando quiera. Pero sabe que eso no va a suceder.  Se lleva los olores, el pañuelo, la noche y las coplas; un matecito de calabaza tallado a mano, algunos suspiros, y un sueño de niña que ya va tomando forma.  No quisiera que la noche terminara, pero está empezando a clarear. No sabe si en la ciudad la van a querer tanto como la quieren ahí. Quizás sea cierto eso de que la luna santiagueña se ve desde cualquier parte del mundo. Quizás sea cierto que algún día volverá a su pueblo, y escuchará otra vez a don Nicolás arrancándole una chacarera trunca a la guitarra, y que verá a la señora Amelia bailando con algún mozo recién casado, y que comerá las empanadas jugosas y crocantes de doña Elvira. Que cantará de nuevo sin estar subida a un escenario, sin micrófono, con la ropa de todos los días, rodeada nomás de la gente que la vio crecer.  Quizás los vecinos del pueblo digan con el pecho lleno de orgullo que la cantora María Benavidez nació allí; que aprendió a cantar sin que nadie le enseñara; que es cierto que una vez amainó la furia de un toro bravío con su dulce voz. Que hizo bien en irse de El Quebrachal, un pueblo escondido de Santiago del Estero, sin recursos, sin futuro, en busca de algo mejor. Muchas gracias a Los Colorados, tremenda banda de folklore argentino, por la canción de fondo La de Anta. ¡Espero que te haya gustado! Haz clic aquí si quieres escuchar otros cuentos del podcast «Cuentos alrededor del fuego».

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