Miguel A. Rupérez

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Análisis de «La Tristeza», de Antón Chéjov

Antón Chéjov escribió obras teatrales, prosa satírica, crónicas y reportajes, pero por lo que más se lo conoce es por ser uno de los grandes maestros de la narrativa breve. Médico de profesión, escribió alrededor de seiscientos cuentos a lo largo de su vida. Y hoy quiero hacer el análisis del que, para mí, es uno de sus mejores cuentos: La tristeza. En el blog llevo analizados, por el momento, dos cuentazos de Mario Benedetti: La noche de los feos, y Réquiem con tostadas. Te dejo los enlaces por si quieres pasar a leerlos. Yona es un cochero que recorre las frías calles de la ciudad envuelto en nieve y soledad. A lo largo de su jornada, transporta a distintos pasajeros, pero ninguno se interesa por lo que realmente le pesa en el alma: la reciente muerte de su hijo. Desesperado por compartir su dolor, busca a alguien que lo escuche, aunque todos parecen estar demasiado ocupados con sus propias vidas. Chéjov retrata con maestría la indiferencia humana y la necesidad de ser comprendido en los momentos de mayor tristeza. La tristeza La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, extiende su capa fina y blanda sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros. El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima lo sacaría de su quietud. Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palo de sus patas, aun mirado de cerca parece un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces. Desde el comienzo, Chéjov construye una atmósfera melancólica y desoladora: la ciudad aparece envuelta en penumbras, con la nieve cayendo lentamente. La imagen transmite frialdad y aislamiento, no solo físico, sino también emocional. La nieve cubre todo por igual, lo que simboliza el peso de la tristeza que envuelve a Yona. Se le describe «como un aparecido», es decir, como si fuera un espectro, alguien que existe pero realmente no vive. Su postura encorvada refuerza su abatimiento y su resignación ante la vida. Yona y su caballo —fiel reflejo de su amo— están atrapados en el bullicio urbano, lleno de ruido, luces y frialdad. Esto refuerza su sentimiento de desarraigo y soledad. Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada. Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta. -¡Cochero! -oye de pronto Yona-. ¡Llévame a Viborgskaya! Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable. -¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido? Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha. La llegada del primer cliente lo despierta de su letargo. Se «estremece», lo que indica que estaba completamente sumido en sus pensamientos o en su tristeza. El tono imperativo del militar refleja impaciencia y falta de interés en el cochero como persona. Es solo un medio de transporte, no alguien con quien se deba interactuar. Esto introduce la indiferencia de los demás hacia Yona. Aunque Yona responde y su caballo empieza a moverse, no hay ninguna emoción en su reacción. No hay alivio, solo una mecánica obediencia. Su falta de quejas o expresiones muestra resignación. No tiene elección. Este es el primer contacto de Yona con otra persona en la historia, pero en lugar de brindarle compañía o consuelo, solo refuerza su papel de figura invisible en una ciudad indiferente. -¡Ten cuidado! -grita otro cochero invisible, con cólera-. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha! -¡Vaya un cochero! -dice el militar-. ¡A la derecha! Siguen oyéndose los juramentos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabara de despertar de un sueño profundo. -¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! -dice en tono irónico el militar-. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración! Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados y no puede pronunciar una palabra. Desde el inicio de este fragmento, la agresión verbal es constante. La ciudad sigue mostrándose indiferente y cruel con él. No hay empatía. Yona no responde a los insultos, solo reacciona con confusión y vergüenza. La única acción que toma es descargar latigazos sobre su caballo, no como un castigo real, sino como una respuesta automática, casi como si se culpara a sí mismo o intentara «arreglar» la situación. El comentario irónico del militar («¡Una verdadera conspiración!») trivializa la experiencia del cochero, como si su torpeza fuera ridícula en lugar de producto de su tristeza o agotamiento. La parálisis de Yona al intentar hablar es clave. Quiere expresarse, pero no puede. No hay nadie dispuesto a escucharlo, y su propia incapacidad de articular palabras muestra que su dolor es tan grande que se ha

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Análisis de «Réquiem con tostadas», de Mario Benedetti

Este es el segundo cuento que analizo del poeta, cuentista y novelista Mario Benedetti. El primero fue «La noche de los feos«, y hoy profundizaré en «Réquiem con tostadas», otro gran cuento de este notable autor uruguayo. La primera vez que lo leo reconozco que quedo al borde de las lágrimas. La historia de Eduardo es muy conmovedora y, a medida que uno avanza en la lectura, va sintiendo casi en carne propia todo por lo que el muchacho siente. Eduardo, un chico de trece años, se encuentra en un bar con un hombre que conoce desde hace tiempo. Confiesa que siempre quiso hablar con él, pero no se atrevía a hacerlo. Este hombre es el amante de su madre, y Eduardo quiere aclarar con él lo que ha vivido; lo que él, su hermana y su madre han vivido. Réquiem con tostadas Sí, me llamo Eduardo. Usted me lo pregunta para entrar de algún modo en conversación, y eso puedo entenderlo. Pero usted hace mucho que me conoce, aunque de lejos. Como yo lo conozco a usted. Desde la época en que empezó a encontrarse con mi madre en el café de Larrañaga y Rivera, o en éste mismo. No crea que los espiaba. Nada de eso. Usted a lo mejor lo piensa, pero es porque no sabe toda la historia. ¿O acaso mamá se la contó? Hace tiempo que yo tenía ganas de hablar con usted, pero no me atrevía. Así que, después de todo, le agradezco que me haya ganado de mano. Este comienzo marca el tono del cuento: un jóven de trece años se dirige a un hombre adulto, y se presenta con una mezcla de formalidad, franqueza y un poco de inseguridad, propia de un muchacho. De inmediato, hay una sensación de tensión contenida y una necesidad urgente de comunicación. Eduardo niega una acusación antes de que siquiera sea formulada: “No crea que los espiaba”. También supone cosas, propias de su inocencia: «Usted a lo mejor lo piensa». Esto refleja su deseo de aclarar las cosas, de ser escuchado sin ser juzgado. Cuando menciona que no se atrevía a hablar antes, deja entrever una mezcla de miedo, respeto y quizás una incertidumbre infantil sobre cómo enfocar la charla con un adulto, con quien comparte una verdad incómoda. ¿Y sabe por qué tenía ganas de hablar con usted? Porque tengo la impresión de que usted es un buen tipo. Y mamá también era buena gente. No hablábamos mucho de ella y yo. En casa, o reinaba el silencio, o tenía la palabra mi padre. Pero el Viejo hablaba casi exclusivamente cuando venía borracho, o sea casi todas las noches, y entonces más bien gritaba. Los tres le teníamos miedo: mamá, mi hermanita Mirta y yo. Ahora tengo trece años y medio, y aprendí muchas cosas, entre otras que los tipos que gritan y castigan e insultan, son en el fondo unos pobres diablos. Pero entonces yo era mucho más chico y no lo sabía. Mirta no lo sabe ni siquiera ahora, pero ella es tres años menor que yo, y sé que a veces en la noche se despierta llorando. Es el miedo. ¿Usted alguna vez tuvo miedo? Aquí ya se deja ver que habla de su madre en pasado. Esto carga la historia de tristeza a la vez que de incertidumbre. Esta afirmación: «mamá también era buena gente» suena casi como una súplica por validar el carácter de su madre y, de alguna manera, justificar su historia personal. Reconocer que no hablaba mucho con su madre marca el contraste entre los gritos que daba su padre cuando llegaba borracho, y el no hablar. El silencio representa los pocos momentos de tranquilidad, y también da muestra de lo sofocante y opresivo que era el hogar. La descripción de su hermana Mirta y sus despertares nocturnos por miedo es conmovedora y refleja la inocencia rota de los niños en un ambiente violento. Eduardo se posiciona como una especie de protector de Mirta, consciente de su dolor y del suyo propio. La frase “¿Usted alguna vez tuvo miedo?” es una pregunta retórica cargada de emociones. Eduardo busca empatía. La pregunta desafía al hombre a ponerse en su lugar y entender lo que él y su familia han sufrido. A Mirta siempre le parece que el Viejo va a aparecer borracho, y que se va a quitar el cinturón para pegarle. Todavía no se ha acostumbrado a la nueva situación. Yo, en cambio, he tratado de acostumbrarme. Usted apareció hace un año y medio, pero el Viejo se emborrachaba desde hace mucho más, y no bien agarró ese vicio nos empezó a pegar a los tres. A Mirta y a mí nos daba con el cinto, duele bastante, pero a mamá le pegaba con el puño cerrado. Porque sí nomás, sin mayor motivo: porque la sopa estaba demasiado caliente, o porque estaba demasiado fría, o porque no lo había esperado despierta hasta las tres de la madrugada, o porque tenía los ojos hinchado de tanto llorar. Después, con el tiempo, mamá dejó de llorar. Yo no sé cómo hacía, pero cuando él le pegaba, ella ni siquiera se mordía los labios, y no lloraba, y eso al Viejo le daba todavía más rabia. Ella era consciente de eso, y sin embargo prefería no llorar. La idea de que Mirta sigue viviendo con miedo constante refuerza la idea de que el trauma infantil no desaparece fácilmente. Este fragmento profundiza en la crueldad cotidiana y sistemática que sufrían Eduardo, su hermana Mirta y su madre. La figura del padre se vuelve cada vez más violenta y opresiva, y esa violencia no tiene justificación racional, algo que Eduardo expone con claridad. La narración suena cruda, casi fría en su descripción, pero es precisamente esta naturalidad con la que Eduardo relata los abusos lo que hace que duela más. Es como si estuviera acostumbrado a lo que no debería ser cotidiano para nadie. La madre es el ejemplo de una resistencia silenciosa.

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Análisis de «La noche de los feos», de Mario Benedetti

Hoy analizaré «La noche de los feos», un conmovedor cuento de Mario Benedetti (1920-2009) que forma parte del libro «La muerte y otras sorpresas«. También he analizado en el blog otro cuento de este gran autor, «Requiem con tostadas«. «La noche de los feos» es un cuento que explora la conexión humana a través de la vulnerabilidad que los protagonistas comparten. La historia narra un encuentro entre dos personas marcadas por su fealdad o, mejor dicho, sus rostros socialmente feos. Ambos, unidos por su percepción de resentimiento hacia sí mismos, deciden enfrentarse a su soledad en compañía del otro. Ahora sí, los dejo con el análisis de «La noche de los feos». LA NOCHE DE LOS FEOS Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia. Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro. Desde el inicio del cuento, tanto el protagonista como la mujer son presentados no solo como individuos con marcas físicas, sino como personas cuya identidad está profundamente influenciada por su apariencia. La frase «Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos» revela una autopercepción extremadamente negativa y un distanciamiento radical de cualquier posible normalidad. La fealdad no es solo una característica física para ellos, sino una condena que los separa del resto de la sociedad. Ni siquiera tienen ojos tiernos, o algo que equilibre la balanza para obtener una cuota de lo que pudiera considerarse «bello». Lo no dicho aquí es aún más revelador: detrás de su autodenigración hay una necesidad de pertenencia frustrada y una internalización del rechazo social. Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya unoa saber. Todos – de la mano o del brazo – tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas. El contraste con los actores (hermosos cualesquiera) destaca aún más la frustración de ser feos. Ellos no encajan para nada con el modelo que brinda la pantalla. Reconocen una «oscura solidaridad» en sus respectivas soledades. Este reconocimiento mutuo actúa como un espejo: cada uno ve en el otro su propia desesperanza y aislamiento. Aunque se reconocen como iguales, también se rechazan a sí mismos a través del otro. La soledad compartida es una confirmación dolorosa de su exclusión del mundo de los «normales». Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura. La insolencia es dada por el mismo hecho de ser horribles; y sin curiosidad, a diferencia de cómo son observados cotidianamente por la gente normal. Ambos se sienten con una especie de «derecho» a mirar al otro, sin siquiera algo de pudor. Ninguno tiene nada que ganar ni que perder. Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal. El pelo rubio y la oreja fresca bien formada pueden ser atributos destacables de una belleza estándar. El protagonista es meramente descriptivo al mencionar estos atributos. Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente. El protagonista no niega la belleza externa. Al contrario, la envidia. Eso es lo que le genera el mayor resentimiento, tanto para consigo mismo como para el resto de los humanos iguales a él, que no son más que espejos de lo que siente, como él mismo reconoce. Y, a su vez, siente bronca por el estereotipo de belleza. ¿Quién define que algo sea o no sea bello? ¿Quién es el culpable de definir lo que es bonito? ¿Dios? ¿El mito de Narciso? Lo cierto es que no encajar en los modelos actuales de belleza produce un dolor y una frustración insoportable que ha de cargar resto de su vida. O no… La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los

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¿Cómo elegir título para libro?

Existen muchas teorías y consejos sobre cómo elegir un buen título para un libro. Lo digo porque investigué, busqué y leí por todos lados, y casi nada me sirvió. Así que en esta publicación voy a compartir mi propia experiencia. Escribir un cuento puede llevar mucho tiempo… o poco. En mi caso, hay cuentos que hice en menos de dos horas y otros que me llevaron varios días o, incluso, semanas (el de «¡Jaque, Bonifacio!» me llevó años terminarlo, aquí el proceso de creación de ese personaje). A decir verdad, lo que lleva escribir un cuento no habla necesariamente de su calidad. Tengo una carpeta llamada: NO VAN, donde deposito en una especie de «Papelera de reciclaje» todos los cuentos que no me convencen o que, al menos, así como están, no me convencen. Hay muchos más ahí que en la carpeta de los que sí me convencen: ahora mismo, 19 que sí (son los que forman parte de mi libro La carga invisible) vs. 29 que no. Elegir título para un libro es parecido: uno lo puede tener muy claro desde el comienzo (considérate un afortunado si es tu caso), o puede ser una tarea larga y trabajosa. Para mí, fue lo segundo. Antes de detenerme a pensar en esto creía que, como escritor que soy, elegir título para mi libro iba a ser una tarea relativamente sencilla y rápida. Es solamente una oración. Seguí investigando, me puse a leer blogs (son muy interesantes los consejos de eltinteroeditorial), a ver vídeos, de cómo encontrar el título ideal para mi libro. En base a los cuentos seleccionados, ya tenía más o menos la idea que los unificaba: en todos los personajes hay algún tipo de dolor, angustia, trauma o locura. Imaginé que el título tendría que estar relacionado con algo oscuro y psicológico. Empecé haciendo un pequeño brainstorming en la aplicación Notas de mi móvil. En la búsqueda de título para mi libro Este último me llamaba la atención, pero había algo que no me cerraba. Sabía que cuando diera con el título correcto de mi libro, iba a «sentir» que era el indicado, y por ahora no lo sentía. Por uno o dos días dejé que se asentaran estas cuatro ideas en mi cabeza, pero no me terminaron de convencer. Segundo brainstorming Hice lo mismo, dejé pasar unos días. Leía y releía todo lo apuntado hasta el momento: seguía sin estar convencido. No tenía esa confirmación interna, me faltaba esa emoción de decir: ¡es este! Volvía a leer, a pensar, a mezclar ideas, pedí consejos, pero era algo que tenía que salir de mí. Estuve tentado de usar el título de uno de mis cuentos (por ejemplo: Las Normas, y otros cuentos). No es que estuviera mal en sí, pero faltaba fuerza. No era lo que estaba buscando. El libro sigue sin título: tercer brainstorming En este momento ya me estaba empezando a poner nervioso. Habían pasado varias semanas, y me sentía cada vez más perdido. Algunos me resultaban interesantes, pero no representaban a los cuentos. Al menos, no a todos. Pedí ayuda, releí mis cuentos con intención de buscar alguna palabra, algún detalle que me diera alguna pista. Hasta que me di cuenta de lo más importante. Estaba buscando mal. Mis cuentos no tienen que ver con lo psicológico. Tienen que ver con el sufrimiento. Con nuevo impulso de motivación, volví a abrir la aplicación de Notas y mis dedos tipearon. Cuarto y último Apenas lo escribí, me quedé unos segundos pensativo. Era eso. El sufrimiento que pesa mental y emocionalmente. Es una carga, y se lleva por dentro. La carga invisible. Tuve la certeza de que este era el título correcto para mi libro. Todos los personajes del libro llevan esta carga. Y es invisible no solo por ser interna, sino porque, en muchos casos, la gente que está a su alrededor no tiene intención de verla. Y eso la hace aún más pesada.

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Creación de personajes: Don Bonifacio

Existen tres formas de crear un personaje de ficción: que nazca entero de la imaginación, de la imitación de la realidad o, lo más común, de una mezcla de ambas. En el caso don Bonifacio (protagonista del cuento «¡Jaque, Bonifacio!» de La carga invisible), es un personaje de ficción, pero está muy inspirado en un ajedrecista que existió realmente. Hace más de diez años que me dedico a la enseñanza del ajedrez. Trabajo para clubes, escuelas, y también doy clases de forma particular. He tenido alumnos de diferentes países, edades, religiones, personas que les interesa el ajedrez como hobbie y otros más interesados en la competición. Lo que unifica a todos, es que quieren aprender ajedrez. Esto puede resultar una obviedad, y debería serlo, si no fuera por el hombre mayor que me contactó una vez por teléfono, que fue quien me inspiró para crear al personaje de don Bonifacio. Cómo mejorar en ajedrez Este hombre (no recuerdo su nombre) me explicó que quería subir su ELO (sistema de ranking que tenemos todos los jugadores que competimos en ajedrez); me decía que, en los últimos torneos jugados, había perdido mucho ranking y le interesaba recuperarlo. Me pidió consejos, me preguntó si conocía algunos «trucos» o «sistemas» para poder aplicar y así poder ganar. Le comenté que podríamos armar un plan de estudio, elección de aperturas, ejercicios de táctica, pero me dijo que él ya estaba grande para todo eso. Quería ganar. Lo necesitaba. De todas formas, tuvimos una primera clase. Practicamos un poco y noté que no jugaba mal, pero estaba muy enfocado en el resultado de la partida más que en la intención de mejorar. A los pocos días, me llamó de nuevo por teléfono. Pensé que querría arreglar día y horario para una segunda clase, pero no. Me comentó que el fin de semana jugaría un torneo, y me pidió si podía ir a verlo. Le dije que no sabía si podría, pero él me interrumpió y me propuso que lo ayudara durante la partida. Que le «soplara» las jugadas. En su cabeza lo había programado todo: yo sería un espectador del torneo, pasaría mirando todas las partidas y, cada tanto, él vendría a preguntarme qué jugar. Me propuso pagarme por «horas»: si la partida duraba, por ejemplo, cuatro horas, me pagaría mis cuatro horas de trabajo, como si fuera una clase. Hacer trampa En la historia del ajedrez han habido muchos casos de trampas, compañeros de equipo que se ayudaban entre ellos o casos más recientes, jugadores que recibieron directamente ayuda de la tecnología. Me sorprendió escuchar la propuesta de este hombre. Por un momento pensé que sería una especia de broma, pero no. Me hablaba muy en serio. Le respondí que no, que no me parecía correcto, y que tampoco sería beneficioso para su ajedrez. Insistí en que la mejor forma de subir ELO era estudiando, practicando, tomando clases. Esa fue la última vez que hablamos. Creando al personaje La imagen de este hombre me inspiró para crear al personaje de don Bonifacio, un hombre de 79 años apasionado por el ajedrez, pero bastante malo jugando. Se toma muy en serio el juego, aunque no soporta perder. Se irrita demasiado cuando pierde, sufre y mastica rabia cada vez que juega un torneo y los resultados no son los que él espera. Pero es un insistente. A diferencia de mi alumno, don Bonifacio no es un tramposo. Su orgullo jamás le permitiría serlo. Tal vez, y para finalizar esta publicación, en este cuento canalizo el miedo que tenemos todos los ajedrecistas de llegar a viejos y jugar cada vez peor. Esto es un poco inevitable, la atención y la concentración van decayendo con la edad, la energía para aguantar tantas horas una partida también. Pero puedo afirmar que ni este hombre, ni don Bonifacio, ni yo (me imagino siendo viejo, sentado delante de un tablero esperando a que el árbitro de la órden de comenzar) jamás vamos a perder el entusiasmo por el ajedrez.

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¿Por qué escribí un libro de cuentos?

Escribo cuentos desde que soy niño. Uno de los primeros que hice y que aún me queda registro —tendría unos dieciséis años— se llamaba «La historia de la selva»: se trataba de un grupo de animales que vivían felices en la selva y, de pronto, escucharon el ruido de una explosión. Una bomba. El fuego empezó a consumir la selva, sus casas, sus cuerpos; arrasó con todo. La única sobreviviente fue una lombriz, que se había refugiado bajo tierra. Al salir y ver todo deforestado, y darse cuenta de que todos sus amigos habían muerto, «esperó lentamente su… FIN». Así terminaba. Escribir cuentos a modo de catarsis Algo trágico, ¿no? Pero en mi caso escribir cuentos se trataba de poner en palabras, inventar historias cortas, a modo de terapia. Al principio, todos mis cuentos acababan mal. Abandonaban a alguien o moría alguno. Era una época de mi vida en que vivía dentro de una nube negra. Quizás fuera un principio de depresión, no lo sé. Pero cada historia me ayudaba a sacar afuera algo de lo que se llenaba por dentro. Por supuesto, todo esto de escribir cuentos fue siempre a modo de hobby. De más grande mis escritos mantuvieron esa esencia algo tristona, trágica por momentos, pero no tan catártica. Aprendí a escuchar a los personajes, ellos son muchas veces los que indican el camino que debe seguir una historia. Uno de los primeros cuentos de los que quedé «literariamente» contento fue «Raspones en las rodillas», uno de los cuentos publicados en La carga invisible (te dejo el enlace por si quieres saber cómo elegí ese nombre para mi libro). Por supuesto, lo pulí y lo pulí hasta el cansancio, y el resultado creo que es mucho mejor. Compartiendo mis escritos Cada tanto publicaba alguno de mis cuentos en Facebook, con buen recibimiento. Voy a destacar los constantes comentarios de Enrique Arguiñariz (prologuista de mi libro La carga invisible y escritor de numerosos libros de ajedrez en Argentina) que siempre me animó a que siguiera escribiendo. Un día, a mis 39 años, me puse a leer todos los cuentos, ensayos, reflexiones, frases y cosas sueltas que escribí a lo largo de mi vida. Cada tanto abría esa carpetita en el ordenador para releer y recordar lo que sentía al momento de escribirlos. Pero ese día dije: ¿por qué no publico todo esto en un libro? Agradezco no haber publicado esa compilación Si bien fue una buena base para empezar, tenía fallos por todos lados. Descarté el 90% de lo que tenía seleccionado, y corregí (solo y con ayuda de gente que sabe más que yo). Pero fue un buen impulso para lanzarme a escribir. A escribir cuentos en serio. Empecé un taller literario a cargo de Lucas Bruno (hoy día un referente de la literatura para mí y, sobre todo, un buen amigo) y leí todo lo relacionado con el mundo del cuento. Me compré 25 libros sobre cómo escribir bien, sobre técnicas de escritura, teoría del cuento, consejos para novelas. Se me fue la mano, porque debo combinar esa lectura «teórica» con todo lo que quiero leer por gusto. Me están esperando algunos cuentos de Borges, de Cortázar, de Rulfo, de García Márquez, de Chéjov, de Poe y tantos más que tengo en la biblioteca. 25 libros. Ya leí la mitad. Me apasioné como toda la vida lo había estado por el ajedrez, ahora la literatura me mostraba un nuevo camino donde volcar mi atención y mi entusiasmo. Escribir cuentos Así que escribí. Escribí mucho, y descarté mucho también. De todas esas tardes y noches de escritura y de corrección, quedaron 19 cuentos. Esos cuentos son lo mejor que puedo hacer hasta el día de hoy, y estoy muy contento de verlos publicados. La carga invisible. Ese peso mental que no se ve, pero está en cada uno de nosotros. Algunos lo llevan bien, otros no tanto. Los personajes de mis cuentos, no tanto.

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