¡JAQUE, BONIFACIO!
Cada vez que don Bonifacio perdía una partida de ajedrez, sentía como si alguien le estrangulara el estómago. La rabia le subía por el esófago hasta el cuero cabelludo y se le transformaba la cara: ceño fruncido, labios y dientes apretados, pómulos colorados, un ojo más cerrado que el otro; la frente se le arrugaba con más arrugas de las que ya tenía. En esos momentos solía inflar los cachetes para contener las ganas de gritar y de insultar, pero no siempre se dominaba. Odiaba tanto perder que no abandonaba las partidas ni siquiera cuando le quedaba el rey solo contra todo el ejército enemigo.