EN EL RINCÓN DEL RANCHERO

Con el cuerpo arrojado sobre una hoja de papel, el joven poeta aprovecha el modesto resplandor de una vela a punto de extinguirse para volcar sus letras. Moja la pluma en la tinta, y escribe. Escribe sin parar. Siente la inspiración dentro del cuerpo, en sus entrañas, en el pecho, en todos lados, casi saliéndole por los poros. Las ideas fluyen como un río hacia el mar blanco de papel. Esas que siempre tuvo y nunca supo cómo expresar, ahora estallan en un ir y venir constante de la mano al tintero y del tintero a la hoja. Los seres vacíos le han hecho creer que la emoción no puede transmitirse en palabras; él siempre intuyó que esto no es cierto, y ahora lo está comprobando, ¡no es cierto! Escribe y escribe. La luz de la vela se consume por completo, pero sigue escribiendo casi a oscuras. No puede parar. Debe aprovechar que Erató lo ha visitado y ha elegido su mano para formar las oraciones bellas, los versos sutiles, la rima armoniosa. No debe pensar, no debe interrumpir. Tiene ante sí la poesía impecable.

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