Análisis de «La noche de los feos», de Mario Benedetti

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Hoy analizaré «La noche de los feos», un conmovedor cuento de Mario Benedetti (1920-2009) que forma parte del libro «La muerte y otras sorpresas«. También he analizado en el blog otro cuento de este gran autor, «Requiem con tostadas«.

«La noche de los feos» es un cuento que explora la conexión humana a través de la vulnerabilidad que los protagonistas comparten. La historia narra un encuentro entre dos personas marcadas por su fealdad o, mejor dicho, sus rostros socialmente feos. Ambos, unidos por su percepción de resentimiento hacia sí mismos, deciden enfrentarse a su soledad en compañía del otro. Ahora sí, los dejo con el análisis de «La noche de los feos».

LA NOCHE DE LOS FEOS

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia. Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.

Desde el inicio del cuento, tanto el protagonista como la mujer son presentados no solo como individuos con marcas físicas, sino como personas cuya identidad está profundamente influenciada por su apariencia. La frase «Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos» revela una autopercepción extremadamente negativa y un distanciamiento radical de cualquier posible normalidad. La fealdad no es solo una característica física para ellos, sino una condena que los separa del resto de la sociedad. Ni siquiera tienen ojos tiernos, o algo que equilibre la balanza para obtener una cuota de lo que pudiera considerarse «bello». Lo no dicho aquí es aún más revelador: detrás de su autodenigración hay una necesidad de pertenencia frustrada y una internalización del rechazo social.

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno
a saber. Todos – de la mano o del brazo – tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.

El contraste con los actores (hermosos cualesquiera) destaca aún más la frustración de ser feos. Ellos no encajan para nada con el modelo que brinda la pantalla. Reconocen una «oscura solidaridad» en sus respectivas soledades. Este reconocimiento mutuo actúa como un espejo: cada uno ve en el otro su propia desesperanza y aislamiento. Aunque se reconocen como iguales, también se rechazan a sí mismos a través del otro. La soledad compartida es una confirmación dolorosa de su exclusión del mundo de los «normales».

Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.

La insolencia es dada por el mismo hecho de ser horribles; y sin curiosidad, a diferencia de cómo son observados cotidianamente por la gente normal. Ambos se sienten con una especie de «derecho» a mirar al otro, sin siquiera algo de pudor. Ninguno tiene nada que ganar ni que perder.

Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.

El pelo rubio y la oreja fresca bien formada pueden ser atributos destacables de una belleza estándar. El protagonista es meramente descriptivo al mencionar estos atributos.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.

El protagonista no niega la belleza externa. Al contrario, la envidia. Eso es lo que le genera el mayor resentimiento, tanto para consigo mismo como para el resto de los humanos iguales a él, que no son más que espejos de lo que siente, como él mismo reconoce. Y, a su vez, siente bronca por el estereotipo de belleza. ¿Quién define que algo sea o no sea bello? ¿Quién es el culpable de definir lo que es bonito? ¿Dios? ¿El mito de Narciso? Lo cierto es que no encajar en los modelos actuales de belleza produce un dolor y una frustración insoportable que ha de cargar resto de su vida.

O no…

La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada
intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.

Este párrafo es crucial para comprender el impacto social y psicológico de la fealdad en los protagonistas y cómo esta condiciona su experiencia del mundo. Benedetti despliega una crítica a la percepción social de la apariencia física, el morbo de los observadores y el aislamiento emocional de quienes no se ajustan a los estándares de belleza.

El protagonista describe cómo, al entrar en la confitería, él y su acompañante son sometidos a una atención invasiva y cruel por parte de los demás. La referencia a las «señas, los gestos de asombro» y los «murmullos, tosecitas, falsas carrasperas» sugiere que el juicio no se expresa abiertamente, sino a través de pequeños actos involuntarios que delatan el prejuicio y la incomodidad de los demás. Estas reacciones son microagresiones que los protagonistas perciben con agudeza, lo que evidencia su hipersensibilidad ante el rechazo social.

La idea de que «dos fealdades juntas» constituyen un espectáculo mayor revela una crítica social potente. Mientras que un rostro «horrible» en soledad puede despertar interés o lástima, dos personas con imperfecciones visibles se convierten en una “atracción” pública.

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

Todo el sentimiento de frustración y resentimiento, de pronto, quedan suspendidos. La mujer saca el espejito mostrando una potente dignidad para arreglarse el cabello. «Eso también me gustó«, admite el protagonista, reconociendo que aquel gesto merece su total admiración, a la vez que ya empieza a sentirse atraído por la mujer.

“¿Qué está pensando?”, pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
“Un lugar común”, dijo. “Tal para cual”.

El narrador busca entender lo que siente su compañera en ese momento. La pregunta refleja una inquietud por saber si ella comparte su visión del mundo o si está experimentando un sentimiento similar de exclusión y dolor.

La frase “un lugar común” sugiere que lo que está pensando no es original ni sorprendente. Es una idea repetida y conocida: que dos personas consideradas feas están destinadas a estar juntas porque la sociedad no las concibe vinculándose con alguien más. La expresión “Tal para cual” refuerza esta idea, implicando que ambos están unidos por su condición compartida, casi como si fuera una sentencia impuesta por su apariencia física.

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

“Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?”
“Sí”, dijo, todavía mirándome.
“Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.”
“Sí.”
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

Así de potente es la necesidad de pertenencia.

“Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo.”
“¿Algo cómo qué?”
“Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad.”
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
“Prométame no tomarme como un chiflado.”
“Prometo.”
“La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?”
“No.”
“¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?”
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
“Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.”
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
“Vamos”, dijo.

Este es uno de los momentos más reveladores del cuento, ya que manifiesta tanto su desesperación por la conexión emocional como su miedo al rechazo y a la vulnerabilidad.
El protagonista sugiere una “posibilidad” de que puedan llegar a algo más que una relación de mutua lástima o resignación. “Como querernos, caramba. O simplemente congeniar”. No quiere imponer una idea romántica y por eso suaviza su propuesta con alternativas como “congeniar”. Esta ambigüedad sugiere su propio temor a ser rechazado.
La mujer se sonroja ante un sincero comentario cariñoso, en contraste a las miradas del cine, que la mujer se mantuvo imperturbable.
La frase “tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico” sugiere que la mujer está buscando indicios de sinceridad o engaño, ante una oferta que no es habitual. No sabe si se trata de una burla, de un acto de desesperación o de una oferta genuina de intimidad.

No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra. Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

La oscuridad representa el descansar por un rato de la constante percepción y autopercepción de fealdad. Es un intento de anonimato y liberación. En esa misma oscuridad es que el protagonista se da cuenta de que actuar de esa manera sería una farsa; una forma de seguir negándose a sí mismo y al otro, por eso la reiterada frase de «No éramos eso. No éramos eso.»
Cuando el narrador, en un acto de valentía emocional, asciende su mano hasta el rostro de ella y acaricia el “surco de horror”, rompe con la negación y enfrenta la realidad de su deformidad y la de ella. La caricia es una metáfora de la aceptación, un gesto de ternura y reconocimiento de lo que realmente son, sin disfraces ni oscuridad para ocultarlo.
La mención de que los dedos del protagonista pasan “sobre sus lágrimas” es profundamente simbólica. Las lágrimas son una expresión de dolor reprimido, pero también de alivio emocional. El acto de aceptación se vuelve mutuo cuando ella también le acaricia el rostro.

Este final es una poderosa declaración sobre la necesidad de aceptar las propias imperfecciones y las de los demás para poder experimentar una conexión real. La oscuridad, que al principio parecía un refugio, se revela como una prisión de autoengaño. Solo al enfrentarse mutuamente en su verdad más dolorosa y vulnerable pueden encontrar una auténtica liberación emocional. Benedetti nos muestra que el amor y la aceptación verdadera no pueden existir en la evasión, sino en el coraje de mirar y ser mirado tal como uno es.

Espero que te haya gustado el análisis del cuento «La noche de los feos». Si te gustó puedes compartir el artículo o dejar un comentario.

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