Análisis de «Réquiem con tostadas», de Mario Benedetti

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Este es el segundo cuento que analizo del poeta, cuentista y novelista Mario Benedetti. El primero fue «La noche de los feos«, y hoy profundizaré en «Réquiem con tostadas», otro gran cuento de este notable autor uruguayo. La primera vez que lo leo reconozco que quedo al borde de las lágrimas. La historia de Eduardo es muy conmovedora y, a medida que uno avanza en la lectura, va sintiendo casi en carne propia todo por lo que el muchacho siente.

Eduardo, un chico de trece años, se encuentra en un bar con un hombre que conoce desde hace tiempo. Confiesa que siempre quiso hablar con él, pero no se atrevía a hacerlo. Este hombre es el amante de su madre, y Eduardo quiere aclarar con él lo que ha vivido; lo que él, su hermana y su madre han vivido.

Réquiem con tostadas

Sí, me llamo Eduardo. Usted me lo pregunta para entrar de algún modo en conversación, y eso puedo entenderlo. Pero usted hace mucho que me conoce, aunque de lejos. Como yo lo conozco a usted. Desde la época en que empezó a encontrarse con mi madre en el café de Larrañaga y Rivera, o en éste mismo. No crea que los espiaba. Nada de eso. Usted a lo mejor lo piensa, pero es porque no sabe toda la historia. ¿O acaso mamá se la contó? Hace tiempo que yo tenía ganas de hablar con usted, pero no me atrevía. Así que, después de todo, le agradezco que me haya ganado de mano.

Este comienzo marca el tono del cuento: un jóven de trece años se dirige a un hombre adulto, y se presenta con una mezcla de formalidad, franqueza y un poco de inseguridad, propia de un muchacho. De inmediato, hay una sensación de tensión contenida y una necesidad urgente de comunicación. Eduardo niega una acusación antes de que siquiera sea formulada: “No crea que los espiaba”. También supone cosas, propias de su inocencia: «Usted a lo mejor lo piensa». Esto refleja su deseo de aclarar las cosas, de ser escuchado sin ser juzgado.

Cuando menciona que no se atrevía a hablar antes, deja entrever una mezcla de miedo, respeto y quizás una incertidumbre infantil sobre cómo enfocar la charla con un adulto, con quien comparte una verdad incómoda.

¿Y sabe por qué tenía ganas de hablar con usted? Porque tengo la impresión de que usted es un buen tipo. Y mamá también era buena gente. No hablábamos mucho de ella y yo. En casa, o reinaba el silencio, o tenía la palabra mi padre. Pero el Viejo hablaba casi exclusivamente cuando venía borracho, o sea casi todas las noches, y entonces más bien gritaba. Los tres le teníamos miedo: mamá, mi hermanita Mirta y yo. Ahora tengo trece años y medio, y aprendí muchas cosas, entre otras que los tipos que gritan y castigan e insultan, son en el fondo unos pobres diablos. Pero entonces yo era mucho más chico y no lo sabía. Mirta no lo sabe ni siquiera ahora, pero ella es tres años menor que yo, y sé que a veces en la noche se despierta llorando. Es el miedo. ¿Usted alguna vez tuvo miedo?

Aquí ya se deja ver que habla de su madre en pasado. Esto carga la historia de tristeza a la vez que de incertidumbre. Esta afirmación: «mamá también era buena gente» suena casi como una súplica por validar el carácter de su madre y, de alguna manera, justificar su historia personal.

Reconocer que no hablaba mucho con su madre marca el contraste entre los gritos que daba su padre cuando llegaba borracho, y el no hablar. El silencio representa los pocos momentos de tranquilidad, y también da muestra de lo sofocante y opresivo que era el hogar.

La descripción de su hermana Mirta y sus despertares nocturnos por miedo es conmovedora y refleja la inocencia rota de los niños en un ambiente violento. Eduardo se posiciona como una especie de protector de Mirta, consciente de su dolor y del suyo propio.

La frase “¿Usted alguna vez tuvo miedo?” es una pregunta retórica cargada de emociones. Eduardo busca empatía. La pregunta desafía al hombre a ponerse en su lugar y entender lo que él y su familia han sufrido.

A Mirta siempre le parece que el Viejo va a aparecer borracho, y que se va a quitar el cinturón para pegarle. Todavía no se ha acostumbrado a la nueva situación. Yo, en cambio, he tratado de acostumbrarme. Usted apareció hace un año y medio, pero el Viejo se emborrachaba desde hace mucho más, y no bien agarró ese vicio nos empezó a pegar a los tres. A Mirta y a mí nos daba con el cinto, duele bastante, pero a mamá le pegaba con el puño cerrado. Porque sí nomás, sin mayor motivo: porque la sopa estaba demasiado caliente, o porque estaba demasiado fría, o porque no lo había esperado despierta hasta las tres de la madrugada, o porque tenía los ojos hinchado de tanto llorar. Después, con el tiempo, mamá dejó de llorar. Yo no sé cómo hacía, pero cuando él le pegaba, ella ni siquiera se mordía los labios, y no lloraba, y eso al Viejo le daba todavía más rabia. Ella era consciente de eso, y sin embargo prefería no llorar.

La idea de que Mirta sigue viviendo con miedo constante refuerza la idea de que el trauma infantil no desaparece fácilmente.

Este fragmento profundiza en la crueldad cotidiana y sistemática que sufrían Eduardo, su hermana Mirta y su madre. La figura del padre se vuelve cada vez más violenta y opresiva, y esa violencia no tiene justificación racional, algo que Eduardo expone con claridad. La narración suena cruda, casi fría en su descripción, pero es precisamente esta naturalidad con la que Eduardo relata los abusos lo que hace que duela más. Es como si estuviera acostumbrado a lo que no debería ser cotidiano para nadie.

La madre es el ejemplo de una resistencia silenciosa. El hecho de que ella deje de llorar cuando le pegan revela una fortaleza impresionante, una muestra de dignidad, pero también una profunda desesperanza. Su decisión de no llorar parece ser una forma de protegerse a sí misma y de no darle a su agresor el “triunfo” de verla sufrir. Sin embargo, esta resistencia pasiva solo incrementa la furia del padre, lo que muestra que en un ambiente de violencia doméstica, no hay respuesta que detenga el abuso.

Usted conoció a mamá cuando ella ya había aguantado y sufrido mucho, pero sólo cuatro años antes (me acuerdo perfectamente) todavía era muy linda y tenía buenos colores. Además era una mujer fuerte. Algunas noches, cuando por fin el Viejo caía estrepitosamente y de inmediato empezaba a roncar, entre ella y yo lo levantábamos y lo llevábamos hasta la cama. Era pesadísimo, y además aquello era como levantar a un muerto. La que hacía casi toda la fuerza era ella. Yo apenas si me encargaba de sostener una pierna, con el pantalón todo embarrado y el zapato marrón con los cordones sueltos. Usted seguramente creerá que el Viejo toda la vida fue un bruto. Pero no. A papá lo destruyó una porquería que le hicieron. Y se la hizo precisamente un primo de mamá, ese que trabaja en el Municipio. Yo no supe nunca
en qué consistió la porquería, pero mamá disculpaba en cierto modo los arranques del Viejo porque ella se sentía un poco responsable de que alguien de su propia familia lo hubiera perjudicado en aquella forma. No supe nunca qué clase de porquería le hizo, pero la verdad era que papá, cada vez que se emborrachaba, se lo reprochaba como si ella fuese la única culpable. Antes de la porquería, nosotros vivíamos muy bien.

Este fragmento agrega más profundidad y matices a la historia familiar. Eduardo revela una especie de contexto previo a la violencia, una época en la que las cosas eran distintas y su padre no era el monstruo en el que se convirtió. Aquí, Benedetti introduce una complejidad: el padre no es un villano de nacimiento, sino un hombre que, de alguna forma, fue destruido por las circunstancias. Se menciona una “porquería” indefinida, un hecho crucial pero misterioso que desató la destrucción del padre y, por extensión, de la familia. Esta incertidumbre es clave para nosotros como lectores, porque nos pone en la misma posición que Eduardo: conocemos el daño, pero no la causa exacta. Este hecho externo es el responsable —a los ojos del niño— de la decadencia de su padre. Lo justifica y, en algún punto, lo defiende. Antes de eso, no era un bruto.

La descripción del padre como pesado y muerto en vida cuando está borracho es simbólica. No solo es físicamente pesado, sino que su presencia se ha convertido en una carga emocional insostenible.

No en cuanto a la plata, porque tanto yo como mi hermana nacimos en el mismo apartamento (casi un conventillo) junto a Villa Dolores, el sueldo de papá nunca alcanzó para nada, y mamá siempre tuvo que hacer milagros para darnos de comer y comprarnos de vez en cuando alguna tricota o algún par de alpargatas. Hubo muchos días en que pasábamos hambre (si viera qué feo es pasar hambre), pero en esa época por lo menos había paz. El Viejo no se emborrachaba, ni nos pegaba, y a veces hasta nos llevaba a la matinée. Algún raro domingo en que había plata. Yo creo que ellos nunca se quisieron demasiado. Eran muy distintos. Aún antes de la porquería, cuando papá todavía no tomaba, ya era un tipo bastante alunado. A veces se levantaba al mediodía y no le hablaba a nadie, pero por lo menos no nos pegaba ni la
insultaba a mamá. Ojalá hubiera seguido así toda la vida. Claro que después vino la porquería y él se derrumbó, y empezó a ir al boliche y a llegar siempre después de media noche, con un olor a grapa que apestaba.

Aquí Eduardo reconoce la situación de pobreza familiar desde su nacimiento. La mención del «conventillo» sugiere un espacio reducido, compartido, probablemente incómodo. Sin embargo, más allá de las carencias materiales, lo relevante es cómo en su memoria hay un tono casi neutral respecto a la pobreza. También hace una nueva mención a las virtudes de su madre, a su resiliencia, a cómo la vida la obligó siempre a hacer frente a las adversidades.

El hambre es una experiencia profundamente dura y humillante, pero Eduardo la menciona casi como algo tolerable en comparación con lo que vendría después. Lo verdaderamente insoportable es la violencia que vendrá con el alcoholismo del padre. La frase «por lo menos había paz» revela que la tranquilidad emocional era un lujo más valioso que el bienestar físico.

Se refiere a su padre (antes de volverse alcohólico) como un tipo «alunado», lo que indica un carácter extraño, distante. Aunque el padre no era violento aún, su naturaleza ya mostraba signos de inestabilidad emocional. Este rasgo ayuda a entender que, quizás, el alcohol no creó el problema desde cero, sino que exacerbó una condición preexistente.

En los últimos tiempos todavía era peor, porque también se emborrachaba de día y ni siquiera nos dejaba ese respiro. Estoy seguro de que los vecinos escuchaban todos los gritos, pero nadie decía nada, claro, porque papá es un hombre grandote y le tenían miedo. También yo le tenía miedo, no sólo por mi y por Mirta, sino especialmente por mamá. A veces yo no iba a la escuela, no para hacer la rabona, sino para quedarme rondando la casa, ya que siempre temía que el Viejo llegara durante el día, más borracho que de costumbre, y la moliera a golpes. Yo no la podía defender, usted ve lo flaco y menudo que soy, y todavía entonces lo era más, pero quería estar cerca para avisar a la policía. ¿Usted se enteró de que ni papá ni mamá eran de ese ambiente? Mis abuelos de uno y otro lado, no diré que tienen plata, pero por lo menos viven en lugares decentes, con balcones a la calle y cuartos con bidet y bañera.

La primera frase de este fragmento marca el deterioro final de la situación familiar. Antes, los abusos parecían limitados a las noches, lo que les permitía cierta tranquilidad durante el día. Ahora, al emborracharse también de día, desaparece cualquier espacio de paz. Además, la indiferencia de los vecinos también refleja una sociedad que prefiere mirar hacia otro lado.

Eduardo reconoce que no podía defender a su madre; es consciente de su fragilidad física y de su incapacidad para protegerla. Este reconocimiento de su impotencia es desgarrador; la descripción de su cuerpo «flaco y menudo» contrasta con el deseo enorme de ser fuerte para proteger a su familia, como si la tarea de un hijo debiera ser esa. La diferencia entre su fuerza emocional y su limitada fuerza física añade una capa de tragedia personal.

La mención de los abuelos y su calidad de vida muestra que sus padres alguna vez tuvieron estabilidad económica. Ellos no son de este «ambiente», el de la pobreza. Eduardo asocia la violencia y el deterioro con una especie de caída social.

Después que pasó todo, Mirta se fue a vivir con mi abuela Juana, la madre de mi papá, y yo estoy por ahora en casa de mi abuela Blanca, la madre de mamá. Ahora casi se pelearon por recogernos, pero cuando papá y mamá se casaron, ellas se habían opuesto a ese matrimonio (ahora pienso que a lo mejor tenían razón) y cortaron las relaciones con nosotros. Digo nosotros, porque papá y mamá se casaron cuando yo ya tenía seis meses. Eso me lo contaron una vez en la escuela, y yo le reventé la nariz al Beto, pero cuando se lo pregunté a mamá, ella me dijo que era cierto.

La frase “ahora pienso que a lo mejor tenían razón” revela una reflexión madura y resignada por parte de Eduardo: comprende que quizás el matrimonio fue un error desde el inicio.

Eduardo le pega al Beto porque este revela una verdad dolorosa que Eduardo aún no está listo para aceptar o procesar. En ese contexto social, el hecho de que los padres de un niño no estuvieran casados al momento de su nacimiento era motivo de vergüenza. La sociedad tradicional condenaba las relaciones fuera del matrimonio, y los niños nacidos en estas circunstancias podían ser víctimas de burlas y exclusión. La confirmación de su madre acerca de que efectivamente nació antes del matrimonio es un golpe adicional a su orgullo y a su necesidad de pertenecer a una familia «respetada».

Bueno, yo tenía ganas de hablar con usted, porque (no sé qué cara va a poner) usted fue importante para mí, sencillamente porque fue importante para mi mamá. Yo la quise bastante, como es natural, pero creo que nunca podré decírselo. Teníamos siempre tanto miedo, que no nos quedaba tiempo para mimos. Sin embargo, cuando ella no me veía, yo la miraba y sentía no sé qué, algo así como una emoción que no era lástima, sino una mezcla de cariño y también de rabia por verla todavía joven y tan acabada, tan agobiada por una culpa que no era suya, y por un castigo que no se merecía.

Ya se empieza a entrever cuál fue el destino de su madre: «creo que nunca podré decírselo». En esa situación, Eduardo valora a este hombre porque su madre lo quiso; de esta manera, él también lo quiere. Fue una persona que le dio algo de felicidad a su madre.

Usted a lo mejor se dio cuenta, pero yo le aseguro que mi madre era inteligente, por cierto bastante más que mi padre, creo, y eso era para mi lo peor: saber que ella veía esa vida horrible con los ojos bien abiertos, porque ni la miseria ni los golpes ni siquiera el hambre, consiguieron nunca embrutecerla. La ponían triste, eso sí. A veces se le formaban unas ojeras casi azules, pero se enojaba cuando yo le preguntaba si le pasaba algo. En realidad, se hacía la enojada. Nunca la vi realmente mala conmigo. Ni con nadie. Pero antes de que usted apareciera, yo había notado que cada vez estaba más deprimida, más apagada, más sola. Tal vez por eso fue que pude notar mejor la diferencia. Además, una noche llegó un poco tarde (aunque siempre mucho antes que papá) y me miró de una manera distinta, tan distinta que yo me di cuenta de que algo sucedía. Como si por primera vez se enterara de que yo era capaz de comprenderla. Me abrazó fuerte, como con vergüenza, y después me sonrió.

Este fragmento muestra una percepción muy aguda de Eduardo sobre su madre y, a su vez, revela su madurez emocional. Se destaca una de las mayores tragedias del cuento: la lucidez de la madre frente a su sufrimiento. La inteligencia de ella, más aguda que la de su marido, le permite ser plenamente consciente de la vida desgarradora que lleva. No está anestesiada por la miseria o el maltrato; ella sabe lo que vive, y esa consciencia es lo que más afecta a Eduardo. Este entendimiento hace que su sufrimiento sea aún más profundo y visible para su hijo.

El detalle de las «ojeras casi azules» refleja no solo el agotamiento físico, sino el peso emocional que carga. El hecho de que ella se haga la enojada cuando él le pregunta muestra un esfuerzo por protegerlo, por no mostrar debilidad, manteniendo una barrera emocional.

Sin embargo, hay un punto de inflexión cuando la madre, después de haber conocido al hombre con quien habla, llega una noche y lo mira «de una manera distinta». Es como si, en ese instante, ella reconociera que su hijo ya no es un niño inocente y que puede entender su dolor. El abrazo con «vergüenza» refleja su conflicto interno: su derecho a estar contenta, feliz, y que su hijo pudiera notarlo. La sonrisa final es un gesto de ternura, quizás también de alivio por sentirse comprendida, aunque sea brevemente.

¿Usted se acuerda de su sonrisa? Yo sí me acuerdo. A mí me preocupó tanto ese cambio, que falté dos o tres veces al trabajo (en los últimos tiempos hacía el reparto de un almacén) para seguirla y saber de qué se trataba. Fue entonces que los vi. A usted y a ella. Yo también me quedé contento. La gente puede pensar que soy un desalmado, y quizá no esté bien eso de haberme alegrado porque mi madre engañaba a mi padre. Puede pensarlo. Por eso nunca lo digo. Con usted es distinto. Usted la quería. Y eso para mí fue algo así como una suerte. Porque ella se merecía que la quisieran. Usted la quería ¿verdad que sí? Yo los vi muchas veces y estoy casi seguro.

La referencia a la sonrisa de su madre es especialmente poderosa porque simboliza un cambio significativo en ella. La sonrisa representa un resurgimiento de esperanza o alegría, algo prácticamente inexistente en su vida cotidiana. Eduardo, acostumbrado a verla oprimida y triste, percibe esa transformación de inmediato y siente la necesidad de descubrir qué la ha provocado. Cuando finalmente descubre que su madre está viéndose con otra persona —el interlocutor—, su reacción es sorprendentemente positiva. No siente traición o enojo; al contrario, siente alivio y felicidad. Para él, el hecho de que su madre engañe a su padre no es una ofensa, sino una especie de justicia, un acto de reivindicación personal.

Eduardo es consciente de que la sociedad podría juzgarlo por esta reacción, por lo que expresa su temor a ser visto como un desalmado. Este sentimiento revela su conflicto interno: su felicidad por su madre está en desacuerdo con lo que «debería» sentir. Sin embargo, con el interlocutor puede ser honesto, porque percibe que él la quería de verdad. La frase «Usted la quería ¿verdad que sí?» es casi una súplica por confirmación, como si necesitara esa certeza para validar su propia alegría y sentir que lo que sintió fue correcto.

Claro que al Viejo también trato de comprenderlo. Es difícil, pero trato. Nunca lo pude odiar, ¿me entiende? Será porque, pese a lo que hizo, sigue siendo mi padre. Cuando nos pegaba, a Mirta y a mi, o cuando arremetía contra mamá, en medio de mi terror yo sentía lástima. Lástima por él, por ella, por Mirta, por mí. También la siento ahora, ahora que él ha matado a mamá y quién sabe por cuanto tiempo estará preso.

Este fragmento es uno de los más duros y reveladores del cuento. La tragedia alcanza su punto culminante, pero lo más impactante es la postura de Eduardo frente a ella. Aquí, en lugar de mostrar un odio visceral hacia su padre después de todo lo que ha hecho —incluido el asesinato de su madre—, Eduardo revela una capacidad desgarradora para comprender y sentir lástima. Esta compasión, casi inexplicable desde una perspectiva externa, expone las complejidades emocionales que surgen en situaciones de abuso familiar.

La frase “Claro que al Viejo también trato de comprenderlo” es una declaración sorprendente que muestra una madurez y una carga emocional enorme para un niño. La clave de su no-odio está en lo siguiente: “pese a lo que hizo, sigue siendo mi padre”.

Finalmente, cuando revela el asesinato de su madre con una frialdad absoluta —“ahora que él ha matado a mamá”—, se siente el peso del trauma. La tragedia es dicha sin adornos, como si Eduardo ya no tuviera lágrimas o palabras para expresar su dolor. Es una afirmación cruda y directa que, junto con el reconocimiento de que su padre estará preso, encierra un sentimiento de pérdida absoluta.

Al principio, no quería que yo fuese, pero hace por lo menos un mes que voy a visitarlo a Miquelete y acepta verme. Me resulta extraño verlo al natural, quiero decir sin encontrarlo borracho. Me mira, y la mayoría de las veces no dice nada. Yo creo que cuando salga, ya no me va a pegar. Además, yo seré un hombre, a lo mejor me habré casado y hasta tendré hijos. Pero yo a mis hijos no les pegaré, ¿no le parece? Además estoy seguro de que papá no habría hecho lo que hizo si no hubiese estado tan borracho. ¿O usted cree lo contrario? ¿Usted cree que, de todos modos hubiera matado a mamá esa tarde en que, por seguirme y castigarme a mí, dio finalmente con ustedes dos? No me parece. Fíjese que a usted no le hizo nada. Sólo más tarde, cuando tomó más grapa que de costumbre, fue que arremetió contra mamá. Yo pienso que, en otras condiciones, él habría comprendido que mamá necesitaba cariño, necesitaba simpatía, y que él en cambio sólo le había dado golpes.

Eduardo intenta con su inocencia reconciliar lo irreconciliable. A pesar de lo irremediable de la situación, continúa buscando razones y explicaciones que le ayuden a entender por qué su padre llegó a tal extremo. Esta búsqueda de sentido es casi desesperada y revela mucho sobre su necesidad de cerrar heridas y encontrar una forma de avanzar.

“Me resulta extraño verlo al natural, quiero decir sin encontrarlo borracho” muestra cómo el estado de embriaguez había definido la imagen de su padre hasta entonces. Verlo sobrio, sin ese velo del alcohol, debe ser desconcertante y doloroso, porque quizás le recuerda quién pudo haber sido su padre en otra realidad más benévola.

Eduardo proyecta su vida hacia adelante con una mezcla de optimismo y determinación: “yo seré un hombre, a lo mejor me habré casado y hasta tendré hijos. Pero yo a mis hijos no les pegaré”. Esta declaración, que busca la reconfirmación del hombre adulto con quien habla («¿no le parece?») demuestra su deseo de romper el ciclo de violencia familiar. Es una afirmación de identidad: Eduardo no quiere repetir los errores de su padre.

El jóven reconoce una verdad simple pero devastadora: “mamá necesitaba cariño, necesitaba simpatía, y él en cambio sólo le había dado golpes”. Esta frase sintetiza el núcleo de la tragedia: el fracaso de su padre para dar amor y comprensión. Eduardo, en su dolor, comprende lo que su madre buscaba y por qué su relación con el interlocutor fue una especie de salvación para ella. Esta comprensión refleja una madurez emocional impresionante, al reconocer las necesidades emocionales de su madre dentro del vacío en el que ella vivió.

Porque mamá era buena. Usted debe saberlo tan bien como yo. Por eso, hace un rato, cuando usted se me acercó y me invitó a tomar un capuchino con tostadas, aquí en el mismo café donde se citaba con ella, yo sentí que tenía que contarle todo esto. A lo mejor usted no lo sabía, o sólo sabía una parte, porque mamá era muy callada y sobre todo no le gustaba hablar de sí misma. Ahora estoy seguro de que hice bien. Porque usted está llorando, y, ya que mamá está muerta, eso es algo así como un premio para ella, que no lloraba nunca.

Cuando Eduardo dice «Porque mamá era buena», está haciendo una afirmación categórica y definitiva sobre su madre, una verdad que ha sentido, observado y comprendido con el tiempo. Esta declaración no está exenta de sufrimiento, ya que refleja la lucha interna de Eduardo por mantener una visión positiva de su madre frente a la tragedia.

Eduardo necesita que el hombre sepa todos los detalles. Su madre, al ser una persona reservada, probablemente no le haya contado todos los detalles y pormenores de la situación. Por eso, Eduardo le cuenta todo. Porque quiere que se sepa la verdad sobre ella; porque él también necesita hablar.

Al mencionar que el hombre está llorando, Eduardo parece sentir una cierta validación emocional: “Ahora estoy seguro de que hice bien. Porque usted está llorando, y, ya que mamá está muerta, eso es algo así como un premio para ella, que no lloraba nunca”. Esta frase es especialmente potente porque, en lugar de centrarse en el sufrimiento de su madre, Eduardo observa que su muerte y la empatía del interlocutor significan algo simbólico para su madre. En su mente, el hecho de que alguien, finalmente, esté llorando por ella es como una especie de recompensa que ella nunca recibió en vida. Es como si, después de todo lo que sufrió en silencio, ahora, tras su muerte, su bondad fuera reconocida de alguna forma. Para Eduardo, ver que alguien más sufre por su madre, incluso en su ausencia, le da un sentido de cierre, como si su madre, al no haber llorado nunca, ahora recibiera finalmente el reconocimiento y la compasión que merecía.

Espero que te haya gustado el análisis del cuento «Réquiem con tostadas». Si te gustó puedes compartir el artículo o dejar un comentario.

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