Antón Chéjov escribió obras teatrales, prosa satírica, crónicas y reportajes, pero por lo que más se lo conoce es por ser uno de los grandes maestros de la narrativa breve. Médico de profesión, escribió alrededor de seiscientos cuentos a lo largo de su vida. Y hoy quiero hacer el análisis del que, para mí, es uno de sus mejores cuentos: La tristeza.
En el blog llevo analizados, por el momento, dos cuentazos de Mario Benedetti: La noche de los feos, y Réquiem con tostadas. Te dejo los enlaces por si quieres pasar a leerlos.
Yona es un cochero que recorre las frías calles de la ciudad envuelto en nieve y soledad. A lo largo de su jornada, transporta a distintos pasajeros, pero ninguno se interesa por lo que realmente le pesa en el alma: la reciente muerte de su hijo. Desesperado por compartir su dolor, busca a alguien que lo escuche, aunque todos parecen estar demasiado ocupados con sus propias vidas. Chéjov retrata con maestría la indiferencia humana y la necesidad de ser comprendido en los momentos de mayor tristeza.
La tristeza
La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, extiende su capa fina y blanda sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.
El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima lo sacaría de su quietud.
Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palo de sus patas, aun mirado de cerca parece un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.
Desde el comienzo, Chéjov construye una atmósfera melancólica y desoladora: la ciudad aparece envuelta en penumbras, con la nieve cayendo lentamente. La imagen transmite frialdad y aislamiento, no solo físico, sino también emocional. La nieve cubre todo por igual, lo que simboliza el peso de la tristeza que envuelve a Yona. Se le describe «como un aparecido», es decir, como si fuera un espectro, alguien que existe pero realmente no vive. Su postura encorvada refuerza su abatimiento y su resignación ante la vida.
Yona y su caballo —fiel reflejo de su amo— están atrapados en el bullicio urbano, lleno de ruido, luces y frialdad. Esto refuerza su sentimiento de desarraigo y soledad.
Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.
Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.
-¡Cochero! -oye de pronto Yona-. ¡Llévame a Viborgskaya!
Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.
-¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?
Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.
La llegada del primer cliente lo despierta de su letargo. Se «estremece», lo que indica que estaba completamente sumido en sus pensamientos o en su tristeza. El tono imperativo del militar refleja impaciencia y falta de interés en el cochero como persona. Es solo un medio de transporte, no alguien con quien se deba interactuar. Esto introduce la indiferencia de los demás hacia Yona.
Aunque Yona responde y su caballo empieza a moverse, no hay ninguna emoción en su reacción. No hay alivio, solo una mecánica obediencia. Su falta de quejas o expresiones muestra resignación. No tiene elección.
Este es el primer contacto de Yona con otra persona en la historia, pero en lugar de brindarle compañía o consuelo, solo refuerza su papel de figura invisible en una ciudad indiferente.
-¡Ten cuidado! -grita otro cochero invisible, con cólera-. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha!
-¡Vaya un cochero! -dice el militar-. ¡A la derecha!
Siguen oyéndose los juramentos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabara de despertar de un sueño profundo.
-¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! -dice en tono irónico el militar-. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!
Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados y no puede pronunciar una palabra.
Desde el inicio de este fragmento, la agresión verbal es constante. La ciudad sigue mostrándose indiferente y cruel con él. No hay empatía. Yona no responde a los insultos, solo reacciona con confusión y vergüenza. La única acción que toma es descargar latigazos sobre su caballo, no como un castigo real, sino como una respuesta automática, casi como si se culpara a sí mismo o intentara «arreglar» la situación.
El comentario irónico del militar («¡Una verdadera conspiración!») trivializa la experiencia del cochero, como si su torpeza fuera ridícula en lugar de producto de su tristeza o agotamiento.
La parálisis de Yona al intentar hablar es clave. Quiere expresarse, pero no puede. No hay nadie dispuesto a escucharlo, y su propia incapacidad de articular palabras muestra que su dolor es tan grande que se ha quedado atrapado dentro de él.
El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:
-¿Qué hay?
Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:
-Ya ve usted, señor… He perdido a mi hijo… Murió la semana pasada…
-¿De veras?… ¿Y de qué murió?
Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice:
-No lo sé… De una de tantas enfermedades… Ha estado tres meses en el hospital y a la postre… Dios que lo ha querido.
-¡A la derecha! -óyese de nuevo gritar furiosamente-. ¡Parece que estás ciego, imbécil!
-¡A ver! -dice el militar-. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!
Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo.
Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escucharle.
Por primera vez, alguien le demuestra un mínimo interés. La pregunta del militar («¿Qué hay?») le da la oportunidad de expresarse, y aunque al principio le cuesta, logra compartir su dolor. La muerte de su hijo es el motivo fundamental de su sufrimiento, pero hasta ahora nadie le ha dado la oportunidad de hablar de ello. Aunque el militar pregunta sobre la causa de la muerte, su reacción no denota una verdadera preocupación. No expresa consuelo ni empatía, y su interés parece superficial.
Justo cuando Yona empieza a abrirse, la agresividad del entorno lo silencia. Los gritos e insultos de los otros conductores lo devuelven a la realidad hostil. El militar, en lugar de mostrar compasión, vuelve a darle órdenes con impaciencia, lo que reconfirma el poco interés por la preocupación de Yona.
El conductor busca desesperadamente continuar la conversación, esperando ser escuchado, pero el militar cierra los ojos, aislándose de él. Esto refuerza la soledad del cochero: incluso cuando encuentra una oportunidad de hablar, su dolor es ignorado.
Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo.
Una hora, dos… ¡Nadie! ¡Ni un cliente!
Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y jorobado.
-¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres!
Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo que a él le importa es tener clientes.
Una vez que el militar se baja del trineo, Yona vuelve a quedar solo. Su posición encorvada y su inmovilidad refuerzan su tristeza y resignación.
La espera de Yona se extiende por horas sin que nadie lo note. Su inactividad no es solo física, sino también emocional. No busca nada más que trabajar, pero ni siquiera eso le es concedido.
La aparición de los tres jóvenes introduce una nueva interacción en la historia. A diferencia del militar, no parecen figuras de autoridad, sino personas comunes, posiblemente más despreocupadas o incluso burlonas. La oferta de veinte copecs por los tres pasajeros es baja, pero Yona la acepta sin protestar. Esto subraya su necesidad, no solo de dinero, sino de compañía. Más que el pago, lo que realmente busca es la posibilidad de hablar con alguien, de encontrar una conexión humana en medio de su dolor.
El hecho de que Yona se enderece y acepte el viaje sugiere una mínima esperanza para poder expresarse. Es un gesto sutil, pero indica que, aunque resignado, todavía anhela algún tipo de interacción que lo saque de su tristeza.
Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como solo hay dos asientos, discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie.
Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.
-¡Bueno; en marcha! -le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda-. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo…
-¡El señor está de buen humor! -dice Yona con risa forzada-. Mi gorro…
-¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos.
-Me duele la cabeza -dice uno de los jóvenes-. Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas de caña.
-¡Eso no es verdad! -responde el otro-. Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.
-¡Palabra de honor!
-¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.
La forma ruidosa y burlona de hablar de los jóvenes contrasta con la apatía de Yona. El jorobado se burla de él, ridiculizándolo sin motivo. Este detalle refuerza la manera en que la gente lo trata como una figura casi invisible o despreciable. Sin embargo, la respuesta de Yona –una risa forzada– demuestra su intento de encajar, de seguir la conversación incluso a costa de su dignidad. No responde con enojo, sino con resignación, lo que indica su desesperado deseo de comunicarse con alguien. Los jóvenes, como el militar, están impacientes. No ven a Yona como una persona con sentimientos, sino como un simple medio de transporte. La amenaza del jorobado de darle «unos sopapos» si no va más rápido refuerza la falta de respeto hacia él.
Mientras Yona queda en segundo plano, los pasajeros se sumergen en su propia conversación sobre una borrachera pasada. El tema de la bebida refuerza la despreocupación de los jóvenes por los problemas ajenos. También muestra que están más interesados en bromear y discutir entre ellos que en prestar atención al cochero.
Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe atipladamente.
-¡Ji, ji, ji!… ¡Qué buen humor!
-¡Vamos, vejestorio! -grita enojado el chepudo-. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale de firme a tu caballo perezoso. ¡Qué diablo!
Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, lo insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:
-Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada…
-¡Todos nos hemos de morir! -contesta el chepudo-. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es insoportable! Prefiero ir a pie.
-Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo -le aconseja uno de sus camaradas.
-¿Oye, viejo, estás enfermo? -grita el chepudo-. Te la vas a ganar si esto continúa.
Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.
-¡Ji, ji, ji! -ríe, sin ganas, Yona-. ¡Dios les conserve el buen humor, señores!
-Cochero, ¿eres casado? -pregunta uno de los clientes.
-¿Yo? !Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie… Solo me espera la sepultura… Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.
Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el jorobado, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:
-¡Por fin, hemos llegado!
La risa forzada de Yona («¡Ji, ji, ji!»), que podría parecer una reacción alegre, es en realidad un intento patético de encajar en la conversación y de sentirse parte del mundo. Este es un rasgo clave en su psicología: su dolor es tan profundo que incluso la burla y el maltrato le resultan preferibles al silencio y la soledad.
El jorobado, al igual que sus amigos, trata a Yona con impaciencia y desprecio. Lo insultan, lo presionan para que vaya más rápido y, cuando expresa su dolor, lo ignoran completamente. Su frase «¡Todos nos hemos de morir!» es la máxima expresión de indiferencia. Para ellos, la muerte no es más que un hecho trivial, sin la carga emocional que tiene para Yona. Además, el hecho de que le den un golpe en la espalda refuerza su absoluta falta de empatía. No solo no lo escuchan, sino que lo agreden físicamente, reafirmando el papel de Yona como una figura insignificante.
En lugar de responder con enojo o tristeza, Yona incluso les desea buen humor, lo que subraya su absoluta necesidad de conectar con otros, sin importar las condiciones.
Su frase «Solo me espera la sepultura… Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere» revela la profundidad de su desesperanza. Yona siente que la muerte ha cometido un error, llevándose a su hijo en vez de a él, lo que sugiere que su propia existencia carece de sentido. Esta es una manifestación clara de su depresión: el mundo ya no tiene nada que ofrecerle, y sin embargo, sigue vivo, condenado a una soledad insoportable.
No importa cuánto lo intente, su tristeza no tiene cabida en una sociedad indiferente y cruel.
Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Los sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.
Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.
Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría al mundo entero.
Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con él conversación.
-¿Qué hora es? -le pregunta, melifluo.
-Van a dar las diez -contesta el otro-. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la puerta.
Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha convencido de que es inútil dirigirse a la gente.
Yona busca desesperadamente a alguien que lo escuche, pero la gente pasa de largo, ocupada en sus propios asuntos. En su último intento de comunicación, el portero le responde de forma cortante y fría. Es rechazado hasta en su ubicación física.
Yona comprende que nadie quiere escucharlo. Su postura encorvada refleja tanto su agotamiento físico como su derrota emocional.
Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.
-No puedo más -murmura-. Hay que irse a acostar.
El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.
Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada, irrespirable. Suenan ronquidos.
Yona se arrepiente de haber vuelto tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso -piensa- se siente tan desgraciado.
En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada.
-¿Quieres beber? -le pregunta Yona.
-Sí.
-Aquí tienes agua… He perdido a mi hijo… ¿Lo sabías?… La semana pasada, en el hospital… ¡Qué desgracia!
Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar.
«No puedo más» suena casi como una rendición, una muestra total de desgaste.
Su «hogar» no es más que un lugar compartido con otros cocheros, sucio y sofocante, lo que subraya su miseria. Yona intenta hablar con un joven cochero, pero este lo ignora por completo. La escena es casi absurda: él ofrece agua como excusa para acercarse, pero su necesidad real es ser escuchado. Y, una vez más, su dolor es rechazado.
Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro… Su difunto hijo ha dejado en la aldea una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharlo, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndolo! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.
No solo quiere mencionar la muerte de su hijo, sino narrar todo el proceso: la enfermedad, el sufrimiento, el entierro y el destino de la nieta huérfana. Esto revela cómo el duelo no se trata solo del evento en sí, sino de todo lo que rodea la pérdida.
Yona decide ir a ver a su caballo.
Se viste y sale a la cuadra.
El caballo, inmóvil, come heno.
-¿Comes? -le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo-. ¿Qué se le va a hacer, muchacho? Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno… Soy ya demasiado viejo para ganar mucho… A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto…
Tras una corta pausa, Yona continúa:
-Sí, amigo… ha muerto… ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera… Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?…
El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido.
Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.
Ante la indiferencia de los humanos, Yona se dirige a su caballo en busca de compañía y consuelo. El hecho de que salga a verlo y le hable revela su desesperación: no necesita respuestas, solo ser escuchado. Le habla como si fuera una persona, proyectando en él su sufrimiento. La pregunta “¿Comprendes?” es profundamente conmovedora, pues deja entrever que ya ni siquiera espera una respuesta racional; solo busca una presencia receptiva.
El desenlace del cuento resalta la profunda soledad de Yona. A lo largo de la historia, ha intentado contar su pena a diferentes personas, pero todas lo ignoran o lo rechazan. Que su único confidente sea un animal resalta la falta de conexión humana y la insensibilidad del mundo que lo rodea.
Aunque su tragedia no se resuelve, Yona al menos encuentra una vía para expresarse. Hablar con el caballo no cambia su realidad ni le devuelve a su hijo, pero le permite liberar el peso de su dolor, aunque sea por un momento. Es un final profundamente triste, pero también muestra que, en la soledad absoluta, incluso la más mínima conexión puede ser un alivio.
Espero que te haya gustado el análisis del cuento «Tristeza». Si te gustó puedes compartir el artículo o dejar un comentario.