Escribo cuentos desde que soy niño. Uno de los primeros que hice y que aún me queda registro —tendría unos dieciséis años— se llamaba «La historia de la selva»: se trataba de un grupo de animales que vivían felices en la selva y, de pronto, escucharon el ruido de una explosión. Una bomba. El fuego empezó a consumir la selva, sus casas, sus cuerpos; arrasó con todo. La única sobreviviente fue una lombriz, que se había refugiado bajo tierra. Al salir y ver todo deforestado, y darse cuenta de que todos sus amigos habían muerto, «esperó lentamente su… FIN». Así terminaba.

Escribir cuentos a modo de catarsis
Algo trágico, ¿no? Pero en mi caso escribir cuentos se trataba de poner en palabras, inventar historias cortas, a modo de terapia. Al principio, todos mis cuentos acababan mal. Abandonaban a alguien o moría alguno. Era una época de mi vida en que vivía dentro de una nube negra. Quizás fuera un principio de depresión, no lo sé. Pero cada historia me ayudaba a sacar afuera algo de lo que se llenaba por dentro.
Por supuesto, todo esto de escribir cuentos fue siempre a modo de hobby. De más grande mis escritos mantuvieron esa esencia algo tristona, trágica por momentos, pero no tan catártica. Aprendí a escuchar a los personajes, ellos son muchas veces los que indican el camino que debe seguir una historia. Uno de los primeros cuentos de los que quedé «literariamente» contento fue «Raspones en las rodillas», uno de los cuentos publicados en La carga invisible (te dejo el enlace por si quieres saber cómo elegí ese nombre para mi libro). Por supuesto, lo pulí y lo pulí hasta el cansancio, y el resultado creo que es mucho mejor.
Compartiendo mis escritos
Cada tanto publicaba alguno de mis cuentos en Facebook, con buen recibimiento. Voy a destacar los constantes comentarios de Enrique Arguiñariz (prologuista de mi libro La carga invisible y escritor de numerosos libros de ajedrez en Argentina) que siempre me animó a que siguiera escribiendo.
Un día, a mis 39 años, me puse a leer todos los cuentos, ensayos, reflexiones, frases y cosas sueltas que escribí a lo largo de mi vida. Cada tanto abría esa carpetita en el ordenador para releer y recordar lo que sentía al momento de escribirlos. Pero ese día dije: ¿por qué no publico todo esto en un libro?
Agradezco no haber publicado esa compilación
Si bien fue una buena base para empezar, tenía fallos por todos lados. Descarté el 90% de lo que tenía seleccionado, y corregí (solo y con ayuda de gente que sabe más que yo). Pero fue un buen impulso para lanzarme a escribir. A escribir cuentos en serio.
Empecé un taller literario a cargo de Lucas Bruno (hoy día un referente de la literatura para mí y, sobre todo, un buen amigo) y leí todo lo relacionado con el mundo del cuento. Me compré 25 libros sobre cómo escribir bien, sobre técnicas de escritura, teoría del cuento, consejos para novelas. Se me fue la mano, porque debo combinar esa lectura «teórica» con todo lo que quiero leer por gusto. Me están esperando algunos cuentos de Borges, de Cortázar, de Rulfo, de García Márquez, de Chéjov, de Poe y tantos más que tengo en la biblioteca.
25 libros. Ya leí la mitad. Me apasioné como toda la vida lo había estado por el ajedrez, ahora la literatura me mostraba un nuevo camino donde volcar mi atención y mi entusiasmo.
Escribir cuentos
Así que escribí. Escribí mucho, y descarté mucho también. De todas esas tardes y noches de escritura y de corrección, quedaron 19 cuentos. Esos cuentos son lo mejor que puedo hacer hasta el día de hoy, y estoy muy contento de verlos publicados.
La carga invisible. Ese peso mental que no se ve, pero está en cada uno de nosotros. Algunos lo llevan bien, otros no tanto.
Los personajes de mis cuentos, no tanto.