Miguel A. Rupérez

Alicia

Episodio #3. Alicia | Podcast «Cuentos alrededor del fuego»

Alicia Un cuento de Miguel Á. Rupérez Siempre he creído que la memoria es un territorio incierto, que el tiempo deforma y moldea a su antojo. Nos hace creer en recuerdos que probablemente no ocurrieron o, al menos, no ocurrieron tal como uno cree. Sin embargo, hay un recuerdo que se me ha quedado grabado de forma inequívoca y exacta desde el mismo momento en que sucedió. No pretendo que crean en estas palabras; las personas a las que he tenido el coraje de contárselas me han sonreído burlonamente. Mi madre también, en su momento, decidió que todo había pertenecido al mundo de la imaginación, y olvidó la historia sin más. Fui el primero en anhelar que todo aquello hubiera sido la simple alucinación de un niño de ocho años, fruto del pánico ante aquel hecho inesperado y, a todas luces, imposible. Eran las vacaciones de verano. Hacía un calor espeso y húmedo, de esos que dejan la piel pegajosa, y las bocanadas de aire caliente no alcanzan a llenar los pulmones. Mi casa tenía un pasillo al aire libre, largo y angosto, y con mi hermanita solíamos jugar ahí a la pelota. Cada uno se paraba en una punta y defendía una especie de arco, bastante estrecho. Hacer un gol era una tarea difícil por la distancia que nos separaba. Fue en uno de mis tiros, que junté toda la fuerza posible en el empeine derecho y le di tal zapatazo a la pelota que, si mi hermana no se hubiera tapado la cara con los brazos, hubiera ido a parar al hospital. «Sos un pelotudo», me acuerdo que me dijo, mientras me mostraba el antebrazo enrojecido por el golpe. La pelota rebotó y entró directo por el ventanal abierto de la vecina.  Al principio nos asustamos, salimos corriendo y nos escondimos. Alicia era una señora de unos cincuenta años, aunque nosotros la veíamos como una vieja. No nos quería. Vivía sola y siempre se quejaba de que hacíamos mucho ruido. Nosotros tampoco la queríamos, pero le decíamos “Buenos días” por una cuestión de respeto. Ella nunca devolvía el saludo, pero nos ofrecía a cambio una sonrisa de dientes amarillos que nunca supe bien cómo interpretar. Esperamos un rato. Alicia no apareció. Salimos a la vereda y, tras vacilar un momento, le toqué el timbre, que zumbó en el interior de la casa como un insecto atrapado en una lámpara. Mi hermana se quedó escondida detrás del árbol, espiando, por si la cosa se ponía brava. No era la primera vez que colgábamos la pelota en su casa; la semana anterior, la señora se había enojado y nos había gritado como una loca. Había soltado amenazas del estilo: «¡La próxima vez te la pincho!». Pero no atendió el timbre. Con mi hermana nos miramos aliviados; llegamos a la conclusión de que la vieja no estaba. Era nuestra oportunidad. Tras un breve debate, decidimos que había sido yo el responsable de la colgada, y que me correspondía a mí entrar a buscarla. Nuestras casas estaban pegadas, una al lado de la otra. Salté el pequeño paredón que las separaba, caminé por el escrupuloso y colorido jardín —procurando no pisar nada, no fuera a ser cosa de sumar nuevos problemas—, me subí a unos ladrillos y entré por el mismo ventanal que había entrado la pelota minutos atrás.  En la casa, el silencio flotaba entre un olor a perfume viejo y humedad. Me tapé la nariz con el cuello de la remera, y traté de imaginar el recorrido que había hecho la pelota. Nunca había entrado a esa casa. El living parecía uno de esos que salen en las revistas de señoras, lleno de adornos que siempre parecen a punto de caerse, con una larga mesa de vidrio rectangular, sillas pesadas de hierro alrededor y un suelo de madera reluciente donde mis pasos resonaban en un eco apagado. Di unos pasos y vi que del otro lado de la puerta de la cocina se asomaba algo en el suelo. Estiré la cabeza: eran unos pies descalzos, inmóviles. Pensé en volver corriendo a mi casa; y les juro que todavía no entiendo cómo la curiosidad pudo ser más fuerte. Avancé con pasos lentos, y, poco a poco, la vi por completo: era la señora Alicia. Estaba tirada en el suelo como si se hubiera caído, quieta, con el pelo revuelto y los brazos abiertos. Algunas moscas zumbaban y revoloteaban encima de ella. Recuerdo que quise correr, pero las piernas apenas lograban sostenerme. Busqué con la mirada y vi que la pelota estaba en la otra punta de la cocina. No sé cómo, pero me armé de valor, quizás pensando en mi condición de hermano mayor, y fui a buscarla. Pasé por al lado del cuerpo de Alicia sin tocarla, agarré la pelota y corrí de nuevo para el living, sin prestar atención al ruido del suelo de madera, que crujía a cada paso. Me acerqué al ventanal que daba a mi casa, tiré la pelota, y estaba ya por salir, cuando sucedió lo que mi memoria aún se resiste a aceptar. La casa se impregnó de un olor extraño pero conocido, como de flores marchitas. Giré la cabeza hacia la cocina, y la vi. La señora Alicia estaba de pie, suspendida en una forma que no era del todo sólida; parecía estar hecha de niebla o de vapor. Miraba hacia abajo con expresión incrédula, hacia su propio cuerpo desparramado en el suelo. Le pasaba la mano, y los dedos transparentes lo atravesaban sin moverlo. No recuerdo cuántos segundos pasaron hasta que dejó de mirar el cuerpo tendido. Lo que sí recuerdo como si fuera hoy, es que levantó la mirada del suelo y la dirigió hacia el ventanal. Hacia mí. Al sentir esos ojos vacíos sobre los míos, un escalofrío me recorrió por la espalda y me erizó la piel de la nuca y los brazos. Me temblaba todo el cuerpo. Alicia ladeó la cabeza lentamente, como si intentara comprender qué

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El escriba

Episodio #2. El escriba | Podcast «Cuentos alrededor del fuego»

El escriba Un cuento de Miguel Á. Rupérez Lamento el desconcierto que seguramente le produjo la primera página de este manuscrito, pero me veo obligado a hacerlo de esta manera. Los autómatas pasan a revisar a cada rato lo que escribimos, y esta primera página me sirve para ocultar esto que les redacto, de puño y letra, en el idioma antiguo. Los puntos y guiones es el lenguaje escrito universal, y solo lo entienden las máquinas y los pocos escribas que quedamos. Me llevó más de cuarenta años aprenderlo; las máquinas, por supuesto, lo aprenden en segundos. El resto de los idiomas, ya sabrán, fueron suprimidos. Mejor dicho, no quedan memorias que puedan recordarlos. No soy optimista respecto al futuro. Lo único que me motiva a escribir es pensar en que al otro lado del mundo se esté gestando una rebelión contra estos monstruos. Tal vez, esta carta sirva como una breve explicación para las futuras generaciones de humanos sobre su pasado atroz. Siempre salimos victoriosos, ¿no es así? Era apenas un niño cuando los avances tecnológicos nos facilitaron la vida. En esa época eran los hombres los que aún gobernaban y tenían a la tecnología como aliada; pero eso duró poco. El engaño, intencionado o no, fue hacernos creer que la vida sería más fácil, más cómoda, si usábamos las novedosas herramientas electrónicas. ¿Quién no querría un auto que lo llevara a destino sin tener que conducir? ¿O un robot que limpiara el suelo a la vez que quitara el polvo de los muebles? Al principio, algunos miraron con recelo esta idea. «¿Qué va a ser de nosotros?»; «¿De qué vamos a trabajar?». Las autoridades mundiales, tan seguras, tan sonrientes, afirmaban en sus conferencias que «trabajar era cosa del pasado; que no valía la pena malgastar el tiempo, ese valor único de cada ser humano, en algo que podían hacer las máquinas». La mayoría de los trabajos se automatizaron, desde aquellos que exigían esfuerzo físico hasta los que requerían capacidades intelectuales. Vivíamos en un mundo ideal: el gobierno nos pagaba un sustancioso sueldo fijo, literalmente, por no hacer nada. Nada. Las máquinas eran mucho más rápidas y efectivas. Desapareció la pobreza. Los primeros años la gente viajaba en avión con un entusiasmo casi desesperado; había que emitir los pasajes con muchísima anticipación. Los locales de comidas se abarrotaban de personas ansiosas y hambrientas; se compraban ropa, electrodomésticos, autos nuevos, casas. A quienes habían sido pobres se les notaba el brillo de los ojos cada vez que adquirían algo nuevo. A algunos les costaba entregar el dinero; como si aún escucharan dentro suyo el eco de la escasez. Pero (siempre hay un pero), ¿qué hay más allá del confort extremo?  Unos pocos años acabaron dando respuesta a esta pregunta. El aburrimiento. El más puro, desagradable y pegajoso aburrimiento. Desaparecieron los choques de autos, los accidentes de cualquier tipo. Ni siquiera existía la posibilidad de que a alguien se le rompiera un vaso de vidrio. Todo estaba creado y programado para que no causara el menor daño. Ni siquiera era posible suicidarse: algunos, infectados con el virus del tedio, intentaron quitarse la vida, y los autómatas recuperaron sus cuerpos y los repararon. Sí, les devolvieron la vida. La tecnología avanzada, amparada en su lógica infalible, terminó por demostrar que todo en el mundo era físico, eléctrico, medible. No había ya misterios ni excepciones. Refutó la existencia del alma. Con el tiempo me convertí en un joven prodigio informático, un experto en sistemas. Este era —y es— uno de los pocos trabajos que aún necesitaban asistencia humana. La Inteligencia Artificial avanzaba a pasos de gigante, pero a veces entraba «en bucle». Mi trabajo era investigar por qué pasaba esto, y averiguar cómo seguir mejorándola. Mejor dicho, darle las herramientas para que siga mejorándose a sí misma. La gente perdió el rumbo, dejó de encontrarle sentido a la vida. Hombres y mujeres obesos tirados en las calles, como si fueran pordioseros. Vestían ropas de altísima calidad, manchadas de restos de comida y mugre. Es como si lo estuviera viendo ahora mismo. Hacían sus necesidades en cualquier lado, ¡Por Dios!, sin pudor. Desapareció la decencia y el respeto. Así fue que se dieron las primeras peleas callejeras. Los autómatas que ejercían de policías no podían aplicar la fuerza física sobre un humano. Pero la Inteligencia Artificial —lo escribo y se me eriza la piel— encontró la solución. Aprendió a intervenir en las peleas usando la psicología. Conocía bien a cada persona: sus temores, sus frustraciones. Sabía exactamente dónde apuntar. Se acercaba a los agresores con frases precisas, afinadas como un instrumento; los provocaba sutilmente para desviar la furia, los hacía hablar. Y cuando ya estaban atentos, cuando ese impulso inicial se les había debilitado, los envolvía en un discurso tan persuasivo que terminaban cediendo, apaciguados como un caballo tras varios latigazos. Los programas no tardaron en independizarse de la voluntad de las autoridades. He de reconocer que jamás ejercieron la violencia física. Pero nos quitaron todo. Las ganas, el entusiasmo, la motivación por crear, la ambición por conseguir. Los pocos que se sublevaron eran, simplemente, ignorados. Ya no podían hacer ningún daño. En mi caso es distinto. Soy un escriba. Me obligan a redactar todo en hojas de papel con pluma de tinta. Son previsores, pues la información sigue necesitando un respaldo físico. Si vieran esta carta, yo saldría indemne; simplemente, la quemarían y yo percibiría una especie de risa tierna en su algoritmo, como si se hubiera tratado de la travesura de un niño. Los humanos siguen viviendo. Mejor dicho, siguen respirando. Comen, duermen, hacen sus necesidades. Son menos que bestias. Ya no hablan, no se comunican; se reproducen por un instinto casi maquinal. Los tienen controlados como si la ciudad, como si el mundo fuese una enorme granja; un experimento de mal gusto. Los veo por la calle cuando salgo de trabajar, y sus ojos adormilados, desvaídos, ya no ven.  Y yo, escribo. Qué otra cosa puedo hacer. ¡Espero que te

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No llores

Episodio #1. No llores | Podcast «Cuentos alrededor del fuego»

No llores Un cuento de Miguel Á. Rupérez Yo no sé por qué mamá quiere desaparecer. A la mañana le cuesta levantarse, siempre dice que la deje un rato más, y yo le digo que se le va a enfriar el té. Al final, la espero y nos tomamos las dos el té tibio o frío, y salgo rápido para el colegio. Ella no era así. Antes de que papá se fuera ella cantaba y bailaba cuando poníamos música en el grabador o con cualquier canción de la radio. Se le veían todos los dientes cuando se reía. Ahora no, ahora es al revés. Ella cree que yo no me doy cuenta que llora, se piensa que soy tonta… Se encierra en el baño y al rato sale con los ojos hinchados y rojos. Ya ni le pregunto qué le pasa, porque siempre me dice «nada». Yo trato de distraerla. A veces le pregunto cosas del cole, problemas de matemáticas, alguna regla ortográfica o la capital de un país. Ella viene y me ayuda, se pone a leer y, por un rato, se olvida de que está triste. En realidad, yo sé las respuestas a las cosas que le pregunto, porque presto atención en clase. Mi maestra dice que soy inteligente. Cada vez que le pregunto por papá, se queda callada. Una vez sola me respondió gritando: «¡No nos quiere!», y se fue corriendo a su habitación. A mí me pone mal pensar en que papá no nos quiera. ¿Qué le hice yo? Para mí, mamá está equivocada y sí nos quiere. A mamá le molesta que papá tenga amigas, eso es lo que le pasa. Yo tengo un montón de amigos. Siempre le digo que tenga amigos ella también, que salga a la calle un poco más, que apague la televisión y salga. Cuando tiene pesadillas, se empieza a mover en la cama y transpira; yo me levanto y me quedo al lado de ella, y le pongo la mano en la cabeza hasta que se le pasa. Fue una de esas noches que la escuché decir que quería desaparecer. Me asusté, porque dormidos siempre decimos la verdad.  Un día le pedí de faltar al colegio y le dije que fuéramos al cine. Le insistí, me puse muy insoportable, y la convencí. Fuimos a ver una comedia, creo. No entendí ni la mitad de los chistes, pero cada tanto ella sonreía cuando el resto de la gente se moría de la risa. Yo la miraba de reojo, y me reía también. Yo no sé qué haría si mamá llegara a desaparecer. La semana pasada fui al almacén a comprar fideos, y en el camino escuché que gritaban mi nombre. Me di vuelta y era mi papá. ¡Qué contenta que me puse! Vino corriendo y me abrazó con fuerza. Yo también lo abracé, y le pregunté si me quería. Me apretó más fuerte y me dijo que sí, que me quería muchísimo; que ya se iba a solucionar todo, que me quedara tranquila. Dijo algo de que no podía llamarme por teléfono, pero no entendí bien el motivo. También me preguntó por mamá, y le dije que estaba bien. No sé por qué le mentí. Yo no quiero que mamá se ponga más triste de lo que está, por eso no le conté que lo vi a papá por la calle, ni que nos dimos un abrazo. Si le contara se daría cuenta de que a mí sí me quiere.  No quiero que sufra, quiero verla contenta. Si no es con papá, que sea con otra persona, no me importa. Si es linda, y todavía no es tan vieja. ¡Espero que te haya gustado! Haz clic aquí si quieres escuchar otros cuentos del podcast «Cuentos alrededor del fuego».

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Enrique Anderson Imbert

Análisis de «El leve Pedro», de Enrique Anderson Imbert

Enrique Anderson Imbert fue un escritor argentino, crítico literario y docente. Ha escrito cuentos, novelas, ensayos; su estilo ronda lo fantástico, lo filosófico, lo lúdico, el humor, la fugacidad de la vida. Yo lo conocí tras haber leído su libro Teoría y técnica del cuento, donde realiza un análisis exhaustivo y profundo de este género. «El leve Pedro» trata la historia de un hombre que, tras haber sobrepasado una misteriosa enfermedad que lo deja extremadamente delgado, comienza a experimentar una gradual pérdida de peso. Al principio, esta ligereza le otorga una agilidad inusual, pero pronto se transforma en algo aterrador. El leve Pedro Durante dos meses se asomó a la muerte. El médico murmuraba que la enfermedad de Pedro era nueva, que no había modo de tratarla y que él no sabía qué hacer… Por suerte el enfermo, solito, se fue curando. No había perdido su buen humor, su oronda calma provinciana. Demasiado flaco y eso era todo. Pero al levantarse después de varias semanas de convalecencia se sintió sin peso. –Oye –dijo a su mujer– me siento bien, pero no te puedes imaginar cuán ausente me parece el cuerpo. Estoy como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda. –Languideces –le respondió su mujer. –Tal vez. el alma desnuda Pedro, luego de una enfermedad a la cual sobrevive, nota que ha perdido peso. Ya desde el principio el autor nos da algunas pistas sobre el significado de la falta de carne, de densidad corporal, con una poderosa metáfora: «Estoy como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda». Como si el cuerpo fuera el anclaje al mundo terrenal. Hebe minimiza lo que siente Pedro, interpretando su malestar como debilidad o cansancio. Esta incomprensión podría representar la soledad existencial que siente Pedro: le está pasando algo extraordinario, y su mujer no se lo toma en serio. Siguió recobrándose. Ya paseaba por el caserón, atendía el hambre de las gallinas y de los cerdos, dio una mano de pintura verde a la pajarera bulliciosa y aun se animó a hachar la leña y llevarla en carretilla hasta el galpón. Pero según pasaban los días las carnes de Pedro perdían densidad. Algo muy raro le iba minando, socavando, vaciando el cuerpo. Se sentía con una ingravidez portentosa. Era la ingravidez de la chispa y de la burbuja, del globo y de la pelota. Le costaba muy poco saltar limpiamente la verja, trepar las escaleras de cinco en cinco, coger de un brinco la manzana alta. –Te has mejorado tanto –observaba su mujer– que pareces un chiquillo acróbata. Una mañana Pedro se asustó. Hasta entonces su agilidad le había preocupado, pero todo ocurría como Dios manda. Era extraordinario que, sin proponérselo, convirtiera la marcha de los humanos en una triunfal carrera en volandas sobre la quinta. Era extraordinario pero no milagroso. Lo milagroso apareció esa mañana. Pedro intenta continuar con su vida cotidiana, pero sigue con la sensación de volverse cada vez más y más ligero. No solo tiene que ver con la pérdida de peso, sino con la liviandad que está sintiendo por su propio cuerpo, al compararlo con la chispa, la burbuja, el globo y la pelota: objetos frágiles, efímeros y sutiles. Al principio, la ingravidez le da una agilidad sobrehumana, lo que parece una mejoría física, pero esta habilidad oculta una anomalía inquietante. Hebe sigue interpretando el cambio de Pedro de manera trivial: «pareces un chiquillo acróbata». Esto vuelve a subrayar su incomprensión y la manera en que reduce lo extraordinario a un simple juego o aptitud física. Muy temprano fue al potrero. Caminaba con pasos contenidos porque ya sabía que en cuanto taconeara iría dando botes por el corral. Arremangó la camisa, acomodó un tronco, tomó el hacha y asestó el primer golpe. Entonces, rechazado por el impulso de su propio hachazo, Pedro levantó vuelo. Prendido todavía del hacha, quedó un instante en suspensión, levitando allá, a la altura de los techos; y luego bajó lentamente, bajó como un tenue vilano de cardo. Acudió su mujer cuando Pedro ya había descendido y, con una palidez de muerte, temblaba agarrado a un rollizo tronco. –¡Hebe! ¡Casi me caigo al cielo! –Tonterías. No puedes caerte al cielo. Nadie se cae al cielo. ¿Qué te ha pasado? Pedro explicó la cosa a su mujer y ésta, sin asombro, le convino: –Te sucede por hacerte el acróbata. Ya te lo he prevenido. El día menos pensado te desnucarás en una de tus piruetas. –¡No, no! –insistió Pedro–. Ahora es diferente. Me resbalé. El cielo es un precipicio, Hebe. casi me caigo al cielo La levedad deja de ser una simple agilidad asombrosa y se transforma en una fuerza peligrosa e incontrolable. El hachazo, un acto cotidiano y terrenal, provoca un efecto antinatural: Pedro se eleva del suelo. Esta pérdida de control simboliza cómo Pedro está dejando de pertenecer al mundo físico, ya no domina su propio cuerpo. La imagen de Pedro suspendido mientras se aferra al hacha representa un último vínculo con la realidad material. La metáfora del cielo como precipicio es brillante: produce un cambio en la perspectiva que tenemos del cielo, como algo vasto e inalcanzable, y lo transforma en algo hostil, una caída inversa que implica perderse en lo desconocido. Hebe, una vez más, minimiza lo que sucede. Interpreta la elevación de Pedro como una simple imprudencia física: «Te sucede por hacerte el acróbata»; y reafirma una visión racional del mundo («Nadie se cae al cielo»). Pedro, con su levedad, se va desvinculando poco a poco del mundo físico. Pedro soltó el tronco que lo anclaba pero se asió fuertemente a su mujer. Así abrazados volvieron a la casa. –¡Hombre! –le dijo Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al suyo como el de un animal extrañamente joven y salvaje, con ansias de huir–. ¡Hombre, déjate de hacer fuerza, que me arrastras! Das unas zancadas como si quisieras echarte a volar. –¿Has visto, has visto? Algo horrible me está amenazando, Hebe. Un esguince,

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remedio para grandes juan sola

Análisis de «Remedio para grandes», de Juan Solá

Juan Solá es un escritor argentino, y tiene una forma de escribir que es casi imposible no sentir alguna emoción. Sobre todo, a quienes le sensibilizan temas sociales, como la marginalidad y la pobreza. Recomiendo mucho la lectura de su libro de cuentos Microalmas. «Remedio para grandes» de Juan Solá es un cuento narrado desde la perspectiva inocente de un niño (al igual que el protagonista de «Réquiem con tostadas«, cuento ya analizado en el blog) que intenta comprender el mundo que lo rodea. A través de su mirada ingenua, describe la dinámica de su familia, la relación con sus padres y su mejor amigo, Martín. Sin embargo, en su relato se ocultan verdades difíciles que el lector debe desentrañar entre líneas. Remedio para grandes Mi mamá se llama Susana y tiene el pelo rubio y los dientes blancos, como la mamá que aparece en la propaganda del detergente. Yo la quiero mucho, pero me pongo triste cuando toma el remedio y se le hace la nariz roja como un payaso y me manda a mi cuarto para que no me dé cuenta que se pone a llorar con la novela. Yo me doy cuenta igual porque ya tengo cinco años y mi tía Norma dice que soy muy inteligente porque soy muy curioso. LA INOCENCIA DE UN NIÑO La descripción inicial de la madre muestra cómo el niño ve a su madre de manera idealizada, al compararla con el estereotipo publicitario de perfección. Esto refleja el deseo de que su madre sea como las madres felices y amorosas que ve en la televisión. El niño no entiende lo que realmente sucede cuando su madre toma el “remedio”, pero sí percibe el cambio en su comportamiento. La nariz roja «como un payaso» es una imagen infantil para describir los efectos del alcohol. Este recurso narrativo refuerza la idea de que el niño está tratando de comprender el mundo con las herramientas que tiene. No conoce aún los efectos del alcohol, pero sí conoce los de los remedios. En su mundo, el remedio es necesario tomarlo para que la gente se sienta bien. Él considera que su madre debe tomar el remedio para ponerse bien, sin entender que eso es probablemente lo que más afecta a su comportamiento. El comentario de la tía Norma diciendo que es «muy inteligente porque es muy curioso» podría parecer un comentario trivial, pero en el contexto del cuento es significativo. Por ejemplo, a la mañana me puse tan curioso que rompí un foco con la escoba. Pasa que Martín me dijo que los Reyes Magos viven adentro de los focos, pero era mentira, entonces me puse triste porque pensé que iba a ver a los Reyes Magos y le fui a contar a mamá, que se enojó tanto que me pegó con la varita y al otro día me dio vergüenza ir al jardín, porque hacía calor y los chicos se dieron cuenta de que me habían pegado y se me burlaron. Pero mi mamá es buena, lo que pasa es que a veces toma mucho remedio y se le ponen las piernas como la gelatina que venden en el kiosco y entonces me quiere agarrar, pero yo corro rápido, porque ya tengo cinco años. Lo que pasa es que el día del foco la puerta estaba cerrada con llave y no pude salir corriendo. Aquí se ve cómo la curiosidad, típica de su edad, lo lleva a explorar el mundo de una manera imaginativa, pero al mismo tiempo sufre una gran desilusión al descubrir que no era verdad. Esto muestra cómo su inocencia choca constantemente con una realidad dura. En lugar de recibir comprensión o consuelo, su intento de descubrir algo maravilloso termina en castigo y violencia. La forma en que narra el castigo es clave: no hay reproche, solo una descripción casi objetiva del hecho. Esto nos indica que para él, recibir golpes es algo normalizado dentro de su hogar. Sin embargo, el niño aún siente vergüenza cuando otros se dan cuenta de que fue golpeado, lo que muestra que, a pesar de su normalización interna, sí reconoce que hay algo «incorrecto» en ello. El niño experimenta una doble herida: primero el castigo en casa y luego la humillación social. Los compañeros del jardín, al burlarse de él, refuerzan el aislamiento emocional del protagonista, dejándolo sin un espacio seguro donde sentirse aceptado. «Lo que pasa es que el día del foco la puerta estaba cerrada con llave y no pude salir corriendo». Esta es una frase potente. En un hogar donde la violencia es parte del día a día, la única estrategia del niño es escapar, pero en este caso no puede hacerlo. El encierro lo deja completamente indefenso, atrapado en una situación de la que no tiene manera de escapar. Mi papá se llama Roberto, pero todos le dicen Quique. Es alto, más o menos como de tres metros, y tiene mucha fuerza como un súper héroe. A mí papá también lo quiero mucho, pero a mi mamá la quiero más porque cuando se pelean ella siempre pierde y por eso tiene que tomar mucho remedio. Por ejemplo, el otro día que le salía sangre por la nariz yo me asusté y lloré, pero ella me explicó que mi papá estaba celoso porque la quiere mucho. INTERPRETACIÓN La exageración de la altura es típica de la percepción infantil, pero también sugiere que la figura del padre es imponente. Compararlo con un superhéroe puede parecer positivo, pero en este contexto refuerza su imagen de alguien con un poder abrumador, alguien que tiene fuerza y control absoluto dentro del hogar. El niño no dice que ama más a su madre porque lo cuida o porque es cariñosa, sino porque es la que «pierde» en los conflictos. Esto nos indica que ha desarrollado una empatía por la figura vulnerable en la familia, al mismo tiempo que normaliza la violencia. También asocia el «remedio» como una consecuencia de la violencia: su madre lo toma para

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la tristeza anton chejov

Análisis de «La Tristeza», de Antón Chéjov

Antón Chéjov escribió obras teatrales, prosa satírica, crónicas y reportajes, pero por lo que más se lo conoce es por ser uno de los grandes maestros de la narrativa breve. Médico de profesión, escribió alrededor de seiscientos cuentos a lo largo de su vida. Y hoy quiero hacer el análisis del que, para mí, es uno de sus mejores cuentos: La tristeza. En el blog llevo analizados, por el momento, dos cuentazos de Mario Benedetti: La noche de los feos, y Réquiem con tostadas. Te dejo los enlaces por si quieres pasar a leerlos. Yona es un cochero que recorre las frías calles de la ciudad envuelto en nieve y soledad. A lo largo de su jornada, transporta a distintos pasajeros, pero ninguno se interesa por lo que realmente le pesa en el alma: la reciente muerte de su hijo. Desesperado por compartir su dolor, busca a alguien que lo escuche, aunque todos parecen estar demasiado ocupados con sus propias vidas. Chéjov retrata con maestría la indiferencia humana y la necesidad de ser comprendido en los momentos de mayor tristeza. La tristeza La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, extiende su capa fina y blanda sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros. El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima lo sacaría de su quietud. Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palo de sus patas, aun mirado de cerca parece un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces. UNA SOLEDAD EXPUESTA Desde el comienzo, Chéjov construye una atmósfera melancólica y desoladora: la ciudad aparece envuelta en penumbras, con la nieve cayendo lentamente. La imagen transmite frialdad y aislamiento, no solo físico, sino también emocional. La nieve cubre todo por igual, lo que simboliza el peso de la tristeza que envuelve a Yona. Se le describe «como un aparecido», es decir, como si fuera un espectro, alguien que existe pero realmente no vive. Su postura encorvada refuerza su abatimiento y su resignación ante la vida. Yona y su caballo —fiel reflejo de su amo— están atrapados en el bullicio urbano, lleno de ruido, luces y frialdad. Esto refuerza su sentimiento de desarraigo y soledad. Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada. Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta. -¡Cochero! -oye de pronto Yona-. ¡Llévame a Viborgskaya! Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable. -¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido? Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha. La llegada del primer cliente lo despierta de su letargo. Se «estremece», lo que indica que estaba completamente sumido en sus pensamientos o en su tristeza. El tono imperativo del militar refleja impaciencia y falta de interés en el cochero como persona. Es solo un medio de transporte, no alguien con quien se deba interactuar. Esto introduce la indiferencia de los demás hacia Yona. Aunque Yona responde y su caballo empieza a moverse, no hay ninguna emoción en su reacción. No hay alivio, solo una mecánica obediencia. Su falta de quejas o expresiones muestra resignación. No tiene elección. Este es el primer contacto de Yona con otra persona en la historia, pero en lugar de brindarle compañía o consuelo, solo refuerza su papel de figura invisible en una ciudad indiferente. -¡Ten cuidado! -grita otro cochero invisible, con cólera-. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha! -¡Vaya un cochero! -dice el militar-. ¡A la derecha! Siguen oyéndose los juramentos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabara de despertar de un sueño profundo. -¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! -dice en tono irónico el militar-. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración! Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados y no puede pronunciar una palabra. Desde el inicio de este fragmento, la agresión verbal es constante. La ciudad sigue mostrándose indiferente y cruel con él. No hay empatía. Yona no responde a los insultos, solo reacciona con confusión y vergüenza. La única acción que toma es descargar latigazos sobre su caballo, no como un castigo real, sino como una respuesta automática, casi como si se culpara a sí mismo o intentara «arreglar» la situación.El comentario irónico del militar («¡Una verdadera conspiración!») trivializa la experiencia del cochero, como si su torpeza fuera ridícula en lugar de producto de su tristeza o agotamiento. La parálisis de Yona al intentar hablar es clave. Quiere expresarse, pero no puede. No hay nadie dispuesto a escucharlo, y su propia incapacidad de articular palabras muestra que su dolor es tan grande que

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requiem-con-tostadas

Análisis de «Réquiem con tostadas», de Mario Benedetti

Este es el segundo cuento que analizo del poeta, cuentista y novelista Mario Benedetti. El primero fue «La noche de los feos«, y hoy profundizaré en «Réquiem con tostadas», otro gran cuento de este notable autor uruguayo. La primera vez que lo leo reconozco que quedo al borde de las lágrimas. La historia de Eduardo es muy conmovedora y, a medida que uno avanza en la lectura, va sintiendo casi en carne propia todo por lo que el muchacho siente. Eduardo, un chico de trece años, se encuentra en un bar con un hombre que conoce desde hace tiempo. Confiesa que siempre quiso hablar con él, pero no se atrevía a hacerlo. Este hombre es el amante de su madre, y Eduardo quiere aclarar con él lo que ha vivido; lo que él, su hermana y su madre han vivido. Réquiem con tostadas Sí, me llamo Eduardo. Usted me lo pregunta para entrar de algún modo en conversación, y eso puedo entenderlo. Pero usted hace mucho que me conoce, aunque de lejos. Como yo lo conozco a usted. Desde la época en que empezó a encontrarse con mi madre en el café de Larrañaga y Rivera, o en éste mismo. No crea que los espiaba. Nada de eso. Usted a lo mejor lo piensa, pero es porque no sabe toda la historia. ¿O acaso mamá se la contó? Hace tiempo que yo tenía ganas de hablar con usted, pero no me atrevía. Así que, después de todo, le agradezco que me haya ganado de mano. Este comienzo marca el tono del cuento: un jóven de trece años se dirige a un hombre adulto, y se presenta con una mezcla de formalidad, franqueza y un poco de inseguridad, propia de un muchacho. De inmediato, hay una sensación de tensión contenida y una necesidad urgente de comunicación. Eduardo niega una acusación antes de que siquiera sea formulada: “No crea que los espiaba”. También supone cosas, propias de su inocencia: «Usted a lo mejor lo piensa». Esto refleja su deseo de aclarar las cosas, de ser escuchado sin ser juzgado. Cuando menciona que no se atrevía a hablar antes, deja entrever una mezcla de miedo, respeto y quizás una incertidumbre infantil sobre cómo enfocar la charla con un adulto, con quien comparte una verdad incómoda. ¿Y sabe por qué tenía ganas de hablar con usted? Porque tengo la impresión de que usted es un buen tipo. Y mamá también era buena gente. No hablábamos mucho de ella y yo. En casa, o reinaba el silencio, o tenía la palabra mi padre. Pero el Viejo hablaba casi exclusivamente cuando venía borracho, o sea casi todas las noches, y entonces más bien gritaba. Los tres le teníamos miedo: mamá, mi hermanita Mirta y yo. Ahora tengo trece años y medio, y aprendí muchas cosas, entre otras que los tipos que gritan y castigan e insultan, son en el fondo unos pobres diablos. Pero entonces yo era mucho más chico y no lo sabía. Mirta no lo sabe ni siquiera ahora, pero ella es tres años menor que yo, y sé que a veces en la noche se despierta llorando. Es el miedo. ¿Usted alguna vez tuvo miedo? EL PESO DE LO NO DICHO Aquí ya se deja ver que habla de su madre en pasado. Esto carga la historia de tristeza a la vez que de incertidumbre. Esta afirmación: «mamá también era buena gente» suena casi como una súplica por validar el carácter de su madre y, de alguna manera, justificar su historia personal. Reconocer que no hablaba mucho con su madre marca el contraste entre los gritos que daba su padre cuando llegaba borracho, y el no hablar. El silencio representa los pocos momentos de tranquilidad, y también da muestra de lo sofocante y opresivo que era el hogar. La descripción de su hermana Mirta y sus despertares nocturnos por miedo es conmovedora y refleja la inocencia rota de los niños en un ambiente violento. Eduardo se posiciona como una especie de protector de Mirta, consciente de su dolor y del suyo propio. La frase “¿Usted alguna vez tuvo miedo?” es una pregunta retórica cargada de emociones. Eduardo busca empatía. La pregunta desafía al hombre a ponerse en su lugar y entender lo que él y su familia han sufrido. A Mirta siempre le parece que el Viejo va a aparecer borracho, y que se va a quitar el cinturón para pegarle. Todavía no se ha acostumbrado a la nueva situación. Yo, en cambio, he tratado de acostumbrarme. Usted apareció hace un año y medio, pero el Viejo se emborrachaba desde hace mucho más, y no bien agarró ese vicio nos empezó a pegar a los tres. A Mirta y a mí nos daba con el cinto, duele bastante, pero a mamá le pegaba con el puño cerrado. Porque sí nomás, sin mayor motivo: porque la sopa estaba demasiado caliente, o porque estaba demasiado fría, o porque no lo había esperado despierta hasta las tres de la madrugada, o porque tenía los ojos hinchado de tanto llorar. Después, con el tiempo, mamá dejó de llorar. Yo no sé cómo hacía, pero cuando él le pegaba, ella ni siquiera se mordía los labios, y no lloraba, y eso al Viejo le daba todavía más rabia. Ella era consciente de eso, y sin embargo prefería no llorar. MALTRATO COTIDIANO La idea de que Mirta sigue viviendo con miedo constante refuerza la idea de que el trauma infantil no desaparece fácilmente. Este fragmento profundiza en la crueldad cotidiana y sistemática que sufrían Eduardo, su hermana Mirta y su madre. La figura del padre se vuelve cada vez más violenta y opresiva, y esa violencia no tiene justificación racional, algo que Eduardo expone con claridad. La narración suena cruda, casi fría en su descripción, pero es precisamente esta naturalidad con la que Eduardo relata los abusos lo que hace que duela más. Es como si estuviera acostumbrado a lo que no debería ser cotidiano para nadie. La

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Análisis de «La noche de los feos», de Mario Benedetti

Hoy analizaré «La noche de los feos», un conmovedor cuento de Mario Benedetti (1920-2009) que forma parte del libro «La muerte y otras sorpresas«. También he analizado en el blog otro cuento de este gran autor, «Requiem con tostadas«. «La noche de los feos» es un cuento que explora la conexión humana a través de la vulnerabilidad que los protagonistas comparten. La historia narra un encuentro entre dos personas marcadas por su fealdad o, mejor dicho, sus rostros socialmente feos. Ambos, unidos por su percepción de resentimiento hacia sí mismos, deciden enfrentarse a su soledad en compañía del otro. Ahora sí, los dejo con el análisis de «La noche de los feos». LA NOCHE DE LOS FEOS Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia. Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro. Desde el inicio del cuento, tanto el protagonista como la mujer son presentados no solo como individuos con marcas físicas, sino como personas cuya identidad está profundamente influenciada por su apariencia. La frase «Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos» revela una autopercepción extremadamente negativa y un distanciamiento radical de cualquier posible normalidad. La fealdad no es solo una característica física para ellos, sino una condena que los separa del resto de la sociedad. Ni siquiera tienen ojos tiernos, o algo que equilibre la balanza para obtener una cuota de lo que pudiera considerarse «bello». Lo no dicho aquí es aún más revelador: detrás de su autodenigración hay una necesidad de pertenencia frustrada y una internalización del rechazo social. Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos – de la mano o del brazo – tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas. El contraste con los actores (hermosos cualesquiera) destaca aún más la frustración de ser feos. Ellos no encajan para nada con el modelo que brinda la pantalla. Reconocen una «oscura solidaridad» en sus respectivas soledades. Este reconocimiento mutuo actúa como un espejo: cada uno ve en el otro su propia desesperanza y aislamiento. Aunque se reconocen como iguales, también se rechazan a sí mismos a través del otro. La soledad compartida es una confirmación dolorosa de su exclusión del mundo de los «normales». Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura. La insolencia es dada por el mismo hecho de ser horribles; y sin curiosidad, a diferencia de cómo son observados cotidianamente por la gente normal. Ambos se sienten con una especie de «derecho» a mirar al otro, sin siquiera algo de pudor. Ninguno tiene nada que ganar ni que perder. Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal. El pelo rubio y la oreja fresca bien formada pueden ser atributos destacables de una belleza estándar. El protagonista es meramente descriptivo al mencionar estos atributos. Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente. LA BELLEZA COMO ESPEJO DEL DOLOR El protagonista no niega la belleza externa. Al contrario, la envidia. Eso es lo que le genera el mayor resentimiento, tanto para consigo mismo como para el resto de los humanos iguales a él, que no son más que espejos de lo que siente, como él mismo reconoce. Y, a su vez, siente bronca por el estereotipo de belleza. ¿Quién define que algo sea o no sea bello? ¿Quién es el culpable de definir lo que es bonito? ¿Dios? ¿El mito de Narciso? Lo cierto es que no encajar en los modelos actuales de belleza produce un dolor y una frustración insoportable que ha de cargar resto de su vida. O no… La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa

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¿Cómo elegir título para libro?

Existen muchas teorías y consejos sobre cómo elegir un buen título para un libro. Lo digo porque investigué, busqué y leí por todos lados, y casi nada me sirvió. Así que en esta publicación voy a compartir mi propia experiencia. Escribir un cuento puede llevar mucho tiempo… o poco. En mi caso, hay cuentos que hice en menos de dos horas y otros que me llevaron varios días o, incluso, semanas (el de «¡Jaque, Bonifacio!» me llevó años terminarlo, aquí el proceso de creación de ese personaje). A decir verdad, lo que lleva escribir un cuento no habla necesariamente de su calidad. Tengo una carpeta llamada: NO VAN, donde deposito en una especie de «Papelera de reciclaje» todos los cuentos que no me convencen o que, al menos, así como están, no me convencen. Hay muchos más ahí que en la carpeta de los que sí me convencen: ahora mismo, 19 que sí (son los que forman parte de mi libro La carga invisible) vs. 29 que no. Elegir título para un libro es parecido: uno lo puede tener muy claro desde el comienzo (considérate un afortunado si es tu caso), o puede ser una tarea larga y trabajosa. Para mí, fue lo segundo. Antes de detenerme a pensar en esto creía que, como escritor que soy, elegir título para mi libro iba a ser una tarea relativamente sencilla y rápida. Es solamente una oración. Seguí investigando, me puse a leer blogs (son muy interesantes los consejos de eltinteroeditorial), a ver vídeos, de cómo encontrar el título ideal para mi libro. En base a los cuentos seleccionados, ya tenía más o menos la idea que los unificaba: en todos los personajes hay algún tipo de dolor, angustia, trauma o locura. Imaginé que el título tendría que estar relacionado con algo oscuro y psicológico. Empecé haciendo un pequeño brainstorming en la aplicación Notas de mi móvil. En la búsqueda de título para mi libro Este último me llamaba la atención, pero había algo que no me cerraba. Sabía que cuando diera con el título correcto de mi libro, iba a «sentir» que era el indicado, y por ahora no lo sentía. Por uno o dos días dejé que se asentaran estas cuatro ideas en mi cabeza, pero no me terminaron de convencer. Segundo brainstorming Hice lo mismo, dejé pasar unos días. Leía y releía todo lo apuntado hasta el momento: seguía sin estar convencido. No tenía esa confirmación interna, me faltaba esa emoción de decir: ¡es este! Volvía a leer, a pensar, a mezclar ideas, pedí consejos, pero era algo que tenía que salir de mí. Estuve tentado de usar el título de uno de mis cuentos (por ejemplo: Las Normas, y otros cuentos). No es que estuviera mal en sí, pero faltaba fuerza. No era lo que estaba buscando. El libro sigue sin título: tercer brainstorming En este momento ya me estaba empezando a poner nervioso. Habían pasado varias semanas, y me sentía cada vez más perdido. Algunos me resultaban interesantes, pero no representaban a los cuentos. Al menos, no a todos. Pedí ayuda, releí mis cuentos con intención de buscar alguna palabra, algún detalle que me diera alguna pista. Hasta que me di cuenta de lo más importante. Estaba buscando mal. Mis cuentos no tienen que ver con lo psicológico. Tienen que ver con el sufrimiento. Con nuevo impulso de motivación, volví a abrir la aplicación de Notas y mis dedos tipearon. Cuarto y último Apenas lo escribí, me quedé unos segundos pensativo. Era eso. El sufrimiento que pesa mental y emocionalmente. Es una carga, y se lleva por dentro. La carga invisible. Tuve la certeza de que este era el título correcto para mi libro. Todos los personajes del libro llevan esta carga. Y es invisible no solo por ser interna, sino porque, en muchos casos, la gente que está a su alrededor no tiene intención de verla. Y eso la hace aún más pesada.

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Creación de personajes: Don Bonifacio

Existen tres formas de crear un personaje de ficción: que nazca entero de la imaginación, de la imitación de la realidad o, lo más común, de una mezcla de ambas. En el caso don Bonifacio (protagonista del cuento «¡Jaque, Bonifacio!» de La carga invisible), es un personaje de ficción, pero está muy inspirado en un ajedrecista que existió realmente. Hace más de diez años que me dedico a la enseñanza del ajedrez. Trabajo para clubes, escuelas, y también doy clases de forma particular. He tenido alumnos de diferentes países, edades, religiones, personas que les interesa el ajedrez como hobbie y otros más interesados en la competición. Lo que unifica a todos, es que quieren aprender ajedrez. Esto puede resultar una obviedad, y debería serlo, si no fuera por el hombre mayor que me contactó una vez por teléfono, que fue quien me inspiró para crear al personaje de don Bonifacio. Cómo mejorar en ajedrez Este hombre (no recuerdo su nombre) me explicó que quería subir su ELO (sistema de ranking que tenemos todos los jugadores que competimos en ajedrez); me decía que, en los últimos torneos jugados, había perdido mucho ranking y le interesaba recuperarlo. Me pidió consejos, me preguntó si conocía algunos «trucos» o «sistemas» para poder aplicar y así poder ganar. Le comenté que podríamos armar un plan de estudio, elección de aperturas, ejercicios de táctica, pero me dijo que él ya estaba grande para todo eso. Quería ganar. Lo necesitaba. De todas formas, tuvimos una primera clase. Practicamos un poco y noté que no jugaba mal, pero estaba muy enfocado en el resultado de la partida más que en la intención de mejorar. A los pocos días, me llamó de nuevo por teléfono. Pensé que querría arreglar día y horario para una segunda clase, pero no. Me comentó que el fin de semana jugaría un torneo, y me pidió si podía ir a verlo. Le dije que no sabía si podría, pero él me interrumpió y me propuso que lo ayudara durante la partida. Que le «soplara» las jugadas. En su cabeza lo había programado todo: yo sería un espectador del torneo, pasaría mirando todas las partidas y, cada tanto, él vendría a preguntarme qué jugar. Me propuso pagarme por «horas»: si la partida duraba, por ejemplo, cuatro horas, me pagaría mis cuatro horas de trabajo, como si fuera una clase. Hacer trampa En la historia del ajedrez han habido muchos casos de trampas, compañeros de equipo que se ayudaban entre ellos o casos más recientes, jugadores que recibieron directamente ayuda de la tecnología. Me sorprendió escuchar la propuesta de este hombre. Por un momento pensé que sería una especia de broma, pero no. Me hablaba muy en serio. Le respondí que no, que no me parecía correcto, y que tampoco sería beneficioso para su ajedrez. Insistí en que la mejor forma de subir ELO era estudiando, practicando, tomando clases. Esa fue la última vez que hablamos. Creando al personaje La imagen de este hombre me inspiró para crear al personaje de don Bonifacio, un hombre de 79 años apasionado por el ajedrez, pero bastante malo jugando. Se toma muy en serio el juego, aunque no soporta perder. Se irrita demasiado cuando pierde, sufre y mastica rabia cada vez que juega un torneo y los resultados no son los que él espera. Pero es un insistente. A diferencia de mi alumno, don Bonifacio no es un tramposo. Su orgullo jamás le permitiría serlo. Tal vez, y para finalizar esta publicación, en este cuento canalizo el miedo que tenemos todos los ajedrecistas de llegar a viejos y jugar cada vez peor. Esto es un poco inevitable, la atención y la concentración van decayendo con la edad, la energía para aguantar tantas horas una partida también. Pero puedo afirmar que ni este hombre, ni don Bonifacio, ni yo (me imagino siendo viejo, sentado delante de un tablero esperando a que el árbitro de la órden de comenzar) jamás vamos a perder el entusiasmo por el ajedrez.

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